Lo que calla Nadal

NADAL NO PODRÁ ser el que era hasta al menos 2014», coincidían Wilander y Agassi poco antes de que el mallorquín reapareciera el pasado febrero después de siete meses de ausencia por lesión. El sueco incluso iba más lejos y aseguraba que ni siquiera podía imaginar que ganase Roland Garros. Los dos excampeones, y algunos más, no hacían más que aplicar la lógica y sus propias experiencias personales en un circuito tan exigente como el del tenis. Ocho meses después, el español ha maravillado al mundo con sus diez trofeos levantados, entre ellos dos Grand Slam -incluido el de París- y cinco Masters 1.000, además de convertirse en el único jugador de la historia que recupera el número uno tres años después de haberlo alcanzado por última vez. Pero lo más asombroso es que, como en otros momentos de su carrera, lo ha conseguido mermado, sin estar en plenitud, porque hay demasiadas evidencias de que, desgraciadamente, sus problemas en la rodilla izquierda están lejos de solucionarse.

El manacorense es plenamente consciente de su dolencia crónica, pero hace todo lo posible para no ponerla como excusa en aquellas derrotas en las que queda patente que sus condiciones físicas no eran óptimas. Prefiere proyectar una imagen de elegancia y deportividad otorgando todo el mérito al adversario de turno. Pero además oculta hasta qué punto le llega a limitar la lesión, que con demasiada frecuencia le impide entrenarse. Y es que tal vez no le quede otro remedio: alguien que enarbola la bandera de la humildad no debe trasladar un mensaje que se pueda interpretar como que es capaz de batir a sus rivales, incluidos los mejores del mundo, al 70% o al 75% de su potencial, aunque esa sea la realidad. Porque el verdadero problema de Nadal no es jugar con dolor, algo demasiado habitual en el deporte de élite, sino que ese dolor es en ocasiones tan fuerte que le impide ejercitarse, y eso tiene un efecto funesto para una de sus mejores virtudes: la movilidad en la pista.

CALVARIO

Detrás de los increíbles éxitos de esta temporada se esconde el calvario que una vez más ha tenido que padecer y del que solo se tienen noticias cuando se produce alguna mínima filtración desde su hermético entorno o cuando el propio tenista, en caliente tras algún partido frustrante, deja traslucir la verdad. La vuelta a la competición ya se produjo con pésimas sensaciones en su rodilla en la tierra suramericana de Viña del Mar (Chile) y Costa do Sauipe (Brasil), y a pesar de ello hizo final y título, respectivamente. Pero se veía a un Nadal molesto, desanimado, aturdido, quizá porque no entendía que después de haber obedecido a rajatabla las órdenes de los médicos, con un parón de más de medio año, siguiera teniendo tanto dolor. En Acapulco (México) todo pareció rodar mejor, e incluso fue capaz de rendir a un altísimo nivel frente a David Ferrer en la final (6-0, 6-2), pese a su evidente falta de chispa en las piernas. Y llegó la primera gran prueba de fuego: el Masters 1.000 de Indian Wells (EE.UU.), sobre cemento, una superficie muy agresiva para su maltrecha articulación. Con un estilo más agresivo, acortando los puntos para sufrir menos desgaste, se alzó con el título contra todo pronóstico. Después renunció al Masters 1.000 de Miami, tal como había pactado con los doctores. Pero de vuelta a Mallorca, con la bajada de adrenalina tras la competición, quienes lo rodean aseguran que se llegó a alarmar porque los dolores en su rodilla eran más fuertes que nunca. La consecuencia fue otras cinco semanas sin poder entrenar, que se sumaban a los anteriores siete meses de parón.

UN NADAL MENOR

En esas condiciones llegó a Montecarlo, con una toma de contacto en las pistas donde se disputa el torneo como única preparación. Aun así, llegó a la final y fue capaz de llevar al tie break a Djokovic en el segundo set. El resto de la gira europea sobre tierra presentó a un Nadal menor en su triunfo en el Conde de Godó, antes de que en Madrid el público presenciara atónito cómo el tenista español cojeaba ostensiblemente durante varias fases del partido de octavos de final ante el ruso Youzhny, al que terminó imponiéndose pese a todo. En la rueda de prensa, entre preocupado, enojado y casi abatido, el mallorquín decía en un ataque de sinceridad: «Con la rodilla hago lo que puedo, pero está claro que si esto sigue así habrá que tomar medidas». Su superioridad sobre el polvo de ladrillo y sus ganas son tan grandes que, a pesar de su evidente merma física, conquistó el torneo en la capital de España, al igual que el de Roma una semana después, aunque estuvo a punto de ser eliminado por Ferrer en cuartos. Lejos de su mejor forma llegó a Roland Garros para levantar por octava vez la Copa de los Mosqueteros, no sin antes disputar la semifinal frente a un Djokovic que forzó el quinto set. Al igual que en duelos precedentes del torneo, en ese partido volvió a quedar patente que el manacorense estaba a años luz de su versión óptima. Él nunca lo reconocerá, pero sabe mejor que nadie que en plenitud, y sobre tierra, ni el serbio ni ningún otro jugador del mundo son capaces siquiera de ponerle en aprietos.

RENUNCIA

La prueba de que los problemas persistían es que renunció a jugar alguno de los torneos previos a Wimbledon -Queen’s (Inglaterra), Halle (Alemania) o Hertogenbosch (Holanda)- y se presentó directamente en Londres para caer en primera ronda ante el belga Darcis (número 135 del mundo entonces) en un partido donde su cojera llegó a conmover a los espectadores del All England Club. Cómo se debía sentir Nadal de su rodilla cuando tras la derrota tomó el primer vuelo hacia Barcelona en una línea de bajo coste para que los doctores lo examinaran de inmediato. Afortunadamente no le encontraron nada grave, aunque le ordenaron parar otras seis semanas. De nuevo, una larga interrupción en el ritmo de progresión. Y así, con todas las dudas del mundo, se presentó después en la gira de verano norteamericana sobre cemento para dejar perplejo al planeta con la conquista de los Masters 1.000 de Montreal y Cincinnati, antes de culminar con el Abierto de EE.UU., tras batir en la final a Djokovic en su superficie fetiche. Colosal, sobrehumano.

Desgraciadamente, los problemas físicos de esta temporada no han sido la excepción en la carrera del español, sino más bien la tónica. Hace ya unos años, Toni Nadal desveló en una entrevista que con frecuencia, y durante largos periodos, su sobrino y discípulo solo jugaba torneos porque los dolores le impedían entrenarse. Esa revelación molestó entonces al tenista, ya que de ningún modo quiere que trascienda nada que pueda sonar a disculpa. Ahora el entrenador ha optado por la estrategia de obviar cualquier merma, porque sabe que es capaz de ganar incluso así. Pero una vez conocido el hecho, cualquiera puede preguntarse cuántas veces habrá competido en inferioridad, qué porcentaje de influencia tuvo esta cuestión, por ejemplo, en aquellas siete derrotas seguidas frente a Djokovic, o incluso si su cabeza dijo basta por la frustración de salir a la pista en demasiadas ocasiones sin estar en plenas condiciones. Por no hablar de los partidos que ha jugado infiltrado para alejar el dolor, una cifra que solo él y sus más cercanos conocen.

TRANSFORMACIÓN

Todas las adversidades que ha tenido que superar multiplican el valor de lo conseguido por el balear, y sus éxitos no se justifican solo en la archisabida fortaleza mental o en la capacidad competitiva. De una vez por todas ha de ser reivindicado como el jugador extraordinario que es, un fuera de serie que ha sabido progresar exponencialmente a lo largo de su carrera. Pocos hubieran imaginado que aquel muchacho luchador, que se defendía una y otra vez recuperando bolas increíbles sobre la tierra batida, iba a convertirse en un tenista dominador en cualquier superficie, capaz de despachar a sus rivales con un drive demoledor o con combinaciones de golpes variando direcciones y alturas.

Es cierto que las lesiones forman parte del deporte, pero ¿dónde estaría ya Nadal a sus 27 años sin estar tan perseguido por ellas? El pasado Abierto de EE.UU. fue para Federer su torneo número 56 del Grand Slam disputado de forma consecutiva. Sin embargo, desde su gran irrupción en el circuito en 2005, el español estuvo ausente de un torneo grande en cuatro ocasiones, más otras cinco o seis en las que compitió en notoria inferioridad. El suizo está considerado el mejor de todos los tiempos, con sus 17 Grand Slam, mientras que el manacorense tiene 13 -sin duda, serían algunos más de no haber padecido tantos problemas físicos-. De cualquier modo, da la impresión de que al balear solo la rodilla o cualquier otra dolencia futura podrían separarlo de ser el más grande de la historia. Si la salud le permite prolongar su carrera al menos tres años más en condiciones de competir, el récord está a su alcance. Nunca será tan elegante como el helvético, pero los enfrentamientos directos indican que está muy por encima de él globalmente. El dato habla por sí solo: lo ha batido en dos de cada tres partidos que han disputado (21-10), a pesar de que en los primeros duelos se medían un niño y un tenista ya cuajado. Tampoco ha sido adornado con tanto talento natural como Djokovic, pero aun así lo domina con claridad (22-16), entre otras cosas porque lo supera en capacidad para competir durante más tiempo en situaciones de máxima exigencia.

Nadal merece de sobra coronarse como el mejor jugador que haya pisado una pista. Sus números lo avalan y tal vez solo necesita un guiño de la diosa fortuna para proteger su cuerpo. Si alcanza esa cima, nadie podrá negarle además un lugar en el olimpo de los más grandes deportistas de siempre. Seguro que Jordan o Phelps están encantados de reservarle un sitio.

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