El árbitro como eterna excusa

LA FRASE «una mentira mil veces repetida se convierte en verdad», atribuida al ministro de Propaganda de la criminal Alemania nazi, Joseph Goebbels, le va como anillo al dedo a esta España cainita y envidiosa en la que todo vale antes que reconocerle el mérito al prójimo. No digamos ya si se trata de un adversario en cualquier ámbito profesional o, por encima de todo, en el fútbol.

No hace demasiado tiempo, un artículo en un periódico deportivo barcelonés ridiculizaba al actual Real Madrid -escaso de títulos- y mencionaba, más o menos textualmente, la nostalgia que debía invadir al club blanco de aquellos tiempos en los que levantaba una y otra vez la Copa del Generalísimo. La idea de que el régimen franquista obligaba a los árbitros a actuar con parcialidad para que siempre ganaran los merengues está metida a sangre y fuego entre los no simpatizantes de este equipo, porque es una coartada perfecta para desvirtuar sus éxitos. Pero de tanto escucharse esta afirmación se ha instalado en el inconsciente colectivo y está asumida incluso por quienes no vivieron, ni de lejos, esa época. Sin embargo, pese a la inexistencia o escasez de imágenes, una simple mirada a la historia desmiente esta patraña. Con el dictador en el poder se celebraron 36 ediciones de este torneo. El equipo de la capital solo ganó seis. El Barcelona y el Athlétic, por ejemplo, salieron nueve veces en la foto cada uno recibiendo el trofeo de manos del general.

FALACIA

Pero lo que termina de desmontar por completo esta falacia es que el Madrid mordió el polvo en otras seis finales. ¿Alguien en sus cabales cree que esto habría sucedido si realmente el régimen tuviera interés en que el título fuera para los merengues? En un sistema totalitario sería tan fácil que un representante del Gobierno le dijera algo así al colegiado: «Recuerde que el caudillo va a estar en el palco para entregar la Copa, así que ya sabe lo que tiene que hacer». Y a ver quién era el guapo que pasaba por alto esa ‘oferta’ que no se podía rechazar. Menos mal que el fútbol es así de caprichoso y permitió que los rivales de los blancos en aquellas seis ocasiones se impusieran, para de paso derribar desde la base estas absurdas teorías.

Como lo de la Copa no cuela, vayamos a la Liga. «Ahí sí que los árbitros estaban comprados para que el Madrid se la llevara siempre en la dictadura», sostendrán los amigos de la conspiración. Pues qué torpes fueron los manipuladores del régimen, qué escaso poder de convicción tuvieron con los colegiados, con lo fácil que lo tenían, porque de un total de 36 temporadas, nada menos que en 22 no fueron capaces de conseguir que el club blanco conquistara el título.

Aunque si algo corta de raíz cualquier especulación es lo que sucedió con el Real Madrid de las cinco Copas de Europa consecutivas (1956-1960). Por cierto, todos hemos escuchado infinidad de veces la delirante afirmación de que «las ganó Franco», y lo peor es que muchos se la quieren creer. España era entonces un país aislado y con un peso internacional inexistente. Acababa de entrar en la Onu (1955), tras superar años de bloqueo porque el mundo civilizado no reconocía un régimen totalitario que había derrocado por las armas a un Gobierno democrático y que además había colaborado con los nazis en la Segunda Guerra Mundial. Imaginar siquiera que la dictadura tenía capacidad para imponer un campeón en la recién nacida Uefa es un colosal disparate. Pues bien, aquel lustro glorioso de los merengues se saldó a nivel nacional con solo dos de las cinco ligas en juego -las otras tres fueron a parar al Athlétic (1956) y al Barcelona (1959 y 1960)-. En aquella época solo el campeón de cada país tenía acceso a la máxima competición continental. Al resto les quedaba un mínimo resquicio para participar, que era ganarla y adquirir el derecho a defender el título. Y fue así como se forjó la leyenda del ‘ballet blanco’, disputando esas finales europeas -una vez en mayo y dos en junio- con la presión de tener que imponerse, porque era la única forma de competir en la siguiente edición, una vez derrotado en la Liga, que concluía en abril. Si, como se dice, el régimen opinaba que el Madrid era el perfecto embajador para dar visibilidad al país en el exterior, ¿cómo permitió que no ganase la competición doméstica en esos tres años, con el serio peligro que ello acarreaba de no participar en la Copa de Europa?

UN MENSAJE QUE CALA

Ahora quienes no soportan el ciclo ganador del Barcelona desde la irrupción de Guardiola son los que se inventan que todo está predeterminado para que los azulgranas salgan triunfantes, merced a ‘villaratos’, ‘platinatos’ y otras necedades. Y, cómo no, el mensaje cala entre quienes están encantados de agarrarse a lo que sea para no aceptar la realidad: que es un equipo extraordinario y que además tiene al mejor jugador del mundo con diferencia. Afortunadamente, en la actualidad disponemos de las imágenes que perdurarán para que las sucesivas generaciones comprueben cómo pasaba por encima de sus rivales, cómo encerraba en su campo, y en su área, a los conjuntos más cualificados del planeta. Y también estarán los fríos números que desmientan las estupideces y nos recuerden que también se le escapaban títulos -solo ha conquistado dos Champions en este periodo-, que incluso recaían en el ‘perseguido’ Real Madrid -una Liga, una Copa y una Supercopa con Mourinho-.

El paradigma de quienes defienden que los colegiados están aleccionados para que el Barça salga vencedor es la actuación del noruego Obrevo en el campo del Chelsea en 2009. Hasta cinco posibles penaltis se produjeron en el área azulgrana y no señaló ninguno. Sin duda, los culés tuvieron una enorme fortuna, porque es excepcional que en una semifinal europea, en el estadio de otro grande, se salga indemne de tantas jugadas polémicas en contra. Pero lo que refuta por completo que el árbitro nórdico hubiera recibido alguna consigna para que el conjunto catalán llegase a toda costa a la final es que en el minuto 66 expulsó a Abidal por la regla de la ocasión manifiesta de gol, en una acción en la que no estaba nada claro que hubiera falta. Era la excusa perfecta para dejar seguir el juego y que no se le complicaran aún más las cosas al equipo que debía clasificarse, pero él decidió dejarlo con uno menos, con un resultado que lo eliminaba y expuesto a una sentencia prácticamente segura en cualquier contraataque. Vamos, que Obrevo no tiene precio como adulterador de partidos. Eso sí, él mantenía la calma porque sabía que nada iba a cambiar hasta que en el descuento llegara su gran momento de meterse en la bota de Iniesta para marcar un golazo y lograr el objetivo in extremis.

El fanatismo gobierna nuestro fútbol desde hace demasiadas décadas y todo lo que rodea este circo se encarga de realimentarlo año a año, jornada a jornada. De nada sirve que la historia demuestre que los títulos no los deciden las confabulaciones y que en la inmensa mayoría de las ocasiones no se pierde por los árbitros, sino que se habla de árbitros porque se pierde.

Comentarios