Venecia sin Venecia

La vida y la muerte —realidad y deseo para Cernuda—, se imitan con maestría en el espejo de las aguas venecianas. Escritores, músicos, pintores etc nos incitan de cuando en cuando con sus retratos o añoranzas a probar su salinidad stendahliana.
Muerte en Venecia
photo_camera Muerte en Venecia

QUIZÁ UNA ciudad no exista hasta el momento en que uno la pise, por mucho que la haya leído, soñado o amado. No sé si descubrí Venecia gracias a Charles Aznavour o si fue a éste a quien descubrí gracias a Venecia. El caso es que todavía me emociono cuando escucho su ‘Venecia sin ti’ vertida al castellano, tal y como se popularizó cuando yo era un niño, aunque probablemente hubiese desarrollado la misma querencia si las radios se hubiesen atrevido con la versión original. Por ese y otros múltiples motivos siempre vuelvo a la ciudad de los canales, aunque para mí todavía no exista. La última ocasión en que hice las maletas rumbo a la capital del Véneto fue gracias a la lectura de ‘Una temporada en Venecia’ (Minúscula 2009) del escritor polaco Wlodzimierz Odojewski. Aunque en ella late el despertar de un preadolescente a la llamada de las dos columnas vertebrales de la vida —el amor y la guerra—, el autor prefiere mantener a su protagonista a salvo del crudo florecimiento de esas insinuaciones. La voluptuosidad y la muerte asoman la cabeza en el relato, pero únicamente como tareas cuya resolución habrá de emprenderse más adelante. No es por tanto una novela de formación (Bildungsroman) sino más bien una de esas historias naíf que, para orientar al lector, afirmaremos que guardan ciertas concomitancias con ‘El secreto del Bosque Viejo’ de Dino Buzzati —cuya lectura me decepcionó—, y que seguramente tengan su expresión más lograda en obras como ‘Industrias y andanzas de Alfanhui’ de Rafael Sánchez Ferlosio. De cualquier forma, y a pesar de no esperar nada realmente grande, nos dejaremos llevar con gusto aquí y allá por alguna que otra agradable sorpresa del polaco, aunque serán sorpresas de las que, de algún modo, sentiremos haber sido advertidos con anterioridad: aquel que conozca el peculiar estilo y fraseo de Thelonious Monk al piano ya no experimentará el asombro del primerizo.

El arquitecto del parque temático Gondolania, una reproducción a escala de Venecia en el centro comercial Villaggio Mall, de Catar, podría haberse inspirado tanto en el afán por la horterada que impera en Las Vegas como en el argumento de la novela de Odojewski. Creo que siempre será mejor soñar una ciudad a través de la literatura que sustituir su vivencia con una triste maqueta. Otra posibilidad reside en la elegía o la añoranza cuando ya la consideremos desaparecida e inalcanzable. "Convertirse en decorado de sí misma es el sentido de Venecia", escribió Pere Gimferrer en Fortuny. Su novela es precisamente eso: un decorado, un desafío poético de cartón piedra en el que la saga de los Fortuny interacciona con eméritos protagonistas de la cultura occidental. Óleos, fotografías, tapices y ensoñaciones cobran vida espectral de la mano de un narrador cuya creación, como "la planta noble del palacio Orfei, está obsesionada por el horror al vacío". Aunque no se aluda a sí mismo, Gimferrer pone al desnudo el lastre de su ornamentada prosa: "Ni un resquicio: como alguien que puliera las palabras, con diamante duro y pedernal, y poblara tanto cada página y cada línea que el vacío pleno se convirtiera en pleno vacío". No faltan, empero, bellísimas gemas líricas para ensalzar una ciudad convertida en enorme naturaleza muerta y poblada por Proust, Orson Welles, Caruso, Chaplin… pero en la que uno echa en falta aquel episodio magnífico de 1751 en el que se exhibió allí por primera vez un rinoceronte. Álvaro Cunqueiro menciona el acontecimiento en un pasaje de ‘Vida y fugas de Fanto Fantini’, aunque con un saludable anacronismo de tres siglos. Armas no le faltarían a Gimferrer para describir la excitación colectiva de aquellas gentes que, en plena celebración del carnaval, admirasen al rinoceronte como haríamos nosotros hoy delante de un extraterrestre. Quizá el olor y la presencia grosera de tan peculiar animal se acercasen demasiado a la vida como para tener cabida en la obra del barcelonés.

Llega la hora de despedirse y lo haré con un verso de Guillermo Carnero de su poema ‘Muerte en Venecia’, título de tanta resonancia que sería mejor comentarla en artículo aparte: "rozar la mano ligeramente sobre las aguas para tocar con los dedos la punta de otros dedos". Tanta ausencia me invita a preguntarme si la amada de aquella nostálgica canción de Aznavour no sería la propia Venecia.

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