Trompos y estrictina

Originalidad e imitación rivalizan desde tiempos añejos por constituir el dogma a seguir por crítica y público. Artistas de cualquier disciplina y época pueden alinearse en una u otra de esas facciones

No tengo por costumbre reproducir máximas, por la sencilla razón de que, dependiendo del contexto, pueden convertirse en mínimas, pero hoy me gustaría encabezar esta perorata regalándoles una paráfrasis o variación de una que acuñó Jean Cocteau: "La estupidez es la única moda que no pasa de moda". La variación, como género y ejercicio intelectual, consiste en desarrollar un juego de imitación y transformación de un material preexistente. Los compositores de antaño —y excluimos aquí las variaciones sobre temas propios, como es el caso de las Variaciones Goldberg, de Bach— tenían la sana costumbre de citar al autor original a la hora de interpretar, publicar o legar sus obras a la posteridad. Nadie les hubiese permitido haberse apropiado de la creación ajena, ya fuese en una variación o en otro tipo de cita musical, sin indicarlo. ¿Qué pensaríamos de Charles Gounod si nos hubiese intentado colar su Ave Maria como gesta original, cuando tan sólo se limitó a componer una melodía para que encajase sobre el primer preludio de El clave bien temperado, de Bach?

En el siglo I antes de Cristo, Dioniso de Halicarnaso tomaba partido por el aticismo, en contraposición al asianismo, en su ensayo de crítica literaria titulado La imitación. La corriente por la que abogaba pretendía emular los logros de los prosistas de centurias anteriores, mientras que la segunda había prorrumpido en la escena literaria con aires revolucionarios. En su defensa de la imitación de los clásicos como receta para justificar lo que en castellano hemos resumido con el refrán "de lo que se come se cría", el bueno de Dionisio contaba la fábula de un campesino muy feo que temía que su descendencia heredase sus facciones y, para evitarlo, había obligado a su mujer a observar reiteradamente estatuas de hombres bellos, consiguiendo así finalmente procrear criaturas hermosas. El sesudo ensayista nunca supo dar explicación cabal, en cambio, a la actitud de su sobrino, quien madrugaba para ir a hacer trompos con su automóvil en la explanada de un centro comercial. Quizá también estuviese imitando algún romance de amor cortés la esposa del compositor Johann Kaspar Mertz cuando le suministró a su marido una dosis elevadísima de estricnina con el fin de acelerar el tratamiento de su enfermedad, pensando acaso que ventilarse el frasco entero de una sola vez resultaría más expeditivo que dosificarlo en múltiples tomas. Por muy maliciosos que queramos ser, aquel incidente que casi lleva a la tumba al compositor del maravilloso Lied ohne Worte, tan sólo fue la torpeza de una abnegada esposa, pianista y poco espabilada para la farmacia, entre otras señas.

El debate entre la originalidad y la imitación alimenta el desarrollo de las Artes desde que el hombre presume de sapiens, aunque hoy día parece obsoleto. Hemos convenido que, una vez asimiladas las vanguardias y reconocido el valor de todos los creadores geniales que han visitado nuestro planeta, una obra original es siempre superior a la que imita unos cánones preestablecidos. Convencidos de esa premisa, el problema estriba en la actualidad en que, cegados por el aborregamiento, consideramos original lo que no es más que una imitación, a menudo mal trazada, o incluso un plagio deshonroso y descarado. Si la suerte de imitación que propugnaba Dionisio de Halicarnaso, como "acto de reproducir el modelo conforme a las reglas", no favorecía ni el avance ni la conquista de nuevas latitudes, al menos sí pretendía perpetuar la belleza alcanzada por algunos de sus más insignes predecesores. Se imitaba a Homero por su excelencia y no por otra cosa. Ahora, por el contrario, aquel que no tiene un discurso personal que ofrecer, aquel que busca desesperadamente en los demás el hilo de su creatividad, ya no encuentra la solución a su impotencia en la imitación del modelo que brilla por su perfección, sino en la del que lo hace por su éxito, independientemente de la calidad. Ese es el gato por liebre que surte nuestras despensas.

Desconozco cómo serían los centros comerciales antes de Cristo, pero la imagen del nieto de Dionisio afanado a primera hora de la mañana en girar sobre sí mismo podría ser la metáfora del atolladero en que se halla la cultura. Por esa razón la estupidez me parece la excepción a la regla observada por Cocteau.

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