La tabla redonda de Ramón Piñeiro

"Ramón Piñeiro era como un rey Arturo que peleara solo, que no tuviera caballeros ni seguidores, que tuviera como norma personal el salirse del simplismo"
Ramón Piñeiro y Ramón Otero Pedrayo
photo_camera Ramón Piñeiro y Ramón Otero Pedrayo

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LA TABLA REDONDA es por definición la que no puede cuadricularse, la que no para de girar sin fin, y Ramón Piñeiro tenía su mesa camilla, con la que invitaba a todos a su intimidad en la misma posición que él, con la que se colocaba al margen de cualquier cuadriculación, era como un rey Arturo que peleara solo, que no tuviera caballeros ni seguidores, que tuviera como norma personal el salirse del simplismo y el esquematismo, el integrar todos los componentes de la vida, me acuerdo de que una vez yo dejé el trabajo y el alojamiento en Lugo y me fui caminando de noche hacia Compostela y aparecí en su casa muy temprano para exponerle mi soledad y mi pasión por Rilke y mi deseo de vivir en Compostela, y él me aconsejó que volviera a Lugo, que ya no eran tiempos de bohemia, que buscara la protección de Celestino Fernández de la Vega para no perder el trabajo, y otro día me presentó en la galería Sargadelos un recital de poesía que yo titulaba Monstruos verdes —era el 23-F, cuando el golpe de Estado, y los monstruos azules golpistas estuvieron a punto de estropearme el recital, igual que la guerra mundial fastidió a Joyce a la hora de promover el Ulises—, y con su calma inclusiva y abierta comprendió mis monstruos, mis abismos y demonios, y a veces iba a su casa y hablábamos de filosofía y él me prestaba manuales y quedó impresionado, modestia aparte, con algunas de mis frases —"la verdad no es relativa, lo que es relativo es lo que nosotros decimos sobre ella"—, una vez lo vi por los soportales de la Rúa do Vilar con la cara totalmente amarilla y quedé espantado, me dijo que era algo sin importancia, que los médicos le habían dicho que estaba controlado, pero yo vi que algo iba realmente mal, y sentí que era una injusticia que aquello ocurriera con aquel ser vital y abierto y lúcido, era algo que justificaba la rebeldía metafísica de Camus, y murió poco después, y en otra ocasión me encontraba en Láncara, y casualmente me encontré en la puerta de su casa, o tal vez no era casualmente, Sábato decía que no hay casualidades, y me sentí estremecido, pedí ver su habitación, la mesa donde trabajaba, sus libros, era el lugar de su mayor intimidad, de donde él había salido, y me sentí asustado y conmovido hasta los tuétanos.

Su libro Filosofía da saudade es original y profundo y de una lucidez pasmosa y todo el mundo está ciego si no ha sabido verlo, sobre todo la gente encerrada en sus ideologías y en sus orejeras de burro, que le impiden ver todo lo que no está en ellas, Piñeiro hace un repaso a las concepciones de la saudade, habla de los que la comparan con la Sensucht alemana o nostalgia de absoluto, comenta lo que dice Celestino Fernández de la Vega, pero finalmente dice que la saudade es el sentimiento de singularidad ontológica el ser humano, de lo que tiene cada ser de único y apartado metafísicamente del todo, es decir, relaciona más la saudade con la soledad que con la nostalgia, como hace la mayoría de la gente, dice que saudade es sentir ese conjunto que mezcla el espíritu y la vida, el intelecto y la carne, lo particular y lo general, lo interior y lo exterior, y sentir que uno es todo eso pero algo más que eso, y al final relaciona saudade con libertad, porque la libertad es lo que hace que cada uno sea incontrolable, que no pueda analizarse, que no quepa en ninguna definición, que sea todas esas cosas pero más que esas cosas, es decir, algo inatrapable, y así es cada ser humano en su soledad, y Piñeiro dice que eso es lo que nos constituye a cada uno, y por eso sentimos una melancolía indefinible, nos sentimos solos y angustiados, pero por eso mismo somos libres y creativos e inesperados, lo mismo que significaba la angustia para los existencialistas, y él mismo como persona tenía una singularidad que no cabía en ninguna ideología cerrada, que amaba a Galicia como algo singular e incodificable pero también al universo entero y a cada ser humano, él supo más que nadie de la saudade como soledad ontológica porque estaba solo, y muchos lo admiraban pero ninguno lo comprendía, ninguno podía encerrarlo en su programa, en sus consignas, en sus esquemas, y por eso tenía su mesa redonda, que era su grial particular, su grial modesto e íntimo y compostelano, en la calle Gelmírez que desciende en sombras hacia la catedral.

Él siempre fue un hombre abierto, poliédrico, lúcido, que sabe ver las cosas libremente más allá de los conceptos aprendidos y obligados, me acuerdo de una vez en la librería Luces de Lugo en que un jovencito encerrado en frasecitas de librillo le decía que Galicia en el siglo XII era la lucha del campesinado contra la burguesía y el centralismo opresor, y Piñeiro le dijo que eso era una deformación ideológica, que en el siglo XII ni había burguesía ni había centralismo opresor, y así funcionan tantas cosas, que la gente tiene metidas las frases del librito en la cabeza y ni sabe Historia ni sabe lo que tiene alrededor ni ve nada, pero él siempre estuvo totalmente lejos de eso, y como lo veía todo no era capaz de encerrarse en conceptos miserables, y entonces nadie estaba realmente en su onda, porque su onda era solitaria y única, era la saudade y la soledad, me acuerdo de que yo trabajaba en una revista y venían mezquinos estalinistas que me reclamaban un impuesto revolucionario y hacían acusaciones infames contra él, y por el otro lado estaban los que lo consideraban demasiado rebelde o reivindicativo, me acuerdo de que en Olladas no futuro estaba abierto a tantas cosas y era receptivo en muchas direcciones, pero nunca dejaba su capacidad crítica o su sensibilidad para frenar lo antihumano, y usaba a menudo la forma de carta en sus ensayos darle a lo que decía un tono más intimista y vivo y próximo, y como el libro era tan misceláneo y abierto y sin limitaciones me atrevo a compararlo con Montaigne, otro autor que esquivó los fanatismos y guerras de religión de su tiempo y se retiró a su castillo para no tener que encerrarse en aquellas miserias sanguinarias, y Piñeiro se encerraba con su libertad en la casa de la calle Xelmírez, con su mesa camilla, donde invitaba a todo el mundo, y todo el mundo estaba allí en igualdad de condiciones con él, en la proximidad a él, y con su tono ponderado era capaz de escuchar a todos y no descartar de antemano a nadie, e incluso fue capaz de comprender mis monstruos aquella mañana en Compostela.

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