La ficción rascadora de barnices

El compromiso de servir de espejo; que la historia, seductora y adictiva, actúe como envoltorio del verdadero mensaje marca la obra de Henning Mankell
El escritor Henning Mankell
photo_camera El escritor Henning Mankell

PUEDE QUE no haya ficción más subyugante que la que muestra la basura acumulada en el patio trasero, la que abre la habitación de los trastos y permite que se le precipite encima la marabunta de lo que queremos olvidar sin poder desprendernos del todo. Muy especialmente si transcurre en la aparente quietud de un ambiente civilizado.

Toda la obra de Mankell es así: rascadora de barnices cobertores y descubridora de miserias, intencionada, con afán de espejo, tamizada por sus creencias políticas y por el aprendizaje de una vida intensa. Lo pensé cuando empezó a escribir de su enfermedad en los artículos de The Guardian y lo pensé cuando supe de su muerte: qué lástima, pero ahí va una vida bien vivida. A pinceladas resulta muy literaria: años divididos entre Suecia y Mozambique, donde dirigía el teatro de Maputo; cuatro hijos y cuatro mujeres, cuarenta millones de libros vendidos en mil esquinas del planeta, una conciencia de las que no duda demasiado, cultivo del espíritu solidario y el privilegio siempre de dedicarse a lo que uno ama.

Queda claro en su último libro, Arenas movedizas, una colección de recuerdos en apariencia deslavazados pero a los que se le encuentra el hilo a medida que se lee: llega la noticia de un cáncer incurable, arrasa con todo como una marea extrema y, cuando esta se asume, cuando las aguas se retiran llevándose tantas cosas de la superficie, esa tierra fina que no agarra, queda lo fundamental, el sedimento de lo que somos, los hechos a veces fortuitos que nos hacen pensar como pensamos. En él explica que dejó la escuela a los 16 porque le aburría y no le servía para convertirse en escritor. Mankell es de ese grupo de autores que no solo sabía que quería escribir sino que sabía que sería escritor, que ya sabemos que no es lo mismo.

A los 24 publicó su primera obra de teatro y, desde entonces, fue prolífico, acabando hasta tres libros al año, bendecido por una capacidad solo apreciada por los que sudan tinta para dar forma a una frase suelta: la posibilidad de escribir donde sea, como sea. En una entrevista admitió que en sus años modestos, que los hubo, dio forma a una obra completa en el piso vacío de un amigo, apoyado sobre la puerta de un horno abierto porque era el único lugar donde funcionaba la luz.

Era, está claro, dedicado, politizado y movido más por la ética que por la estética. Aunque dijo muchas veces que Suecia nunca había dejado de ser un buen sitio para vivir, el hecho de que nunca llegara a convertirse en la sociedad que pudo llegar a ser le frustraba y le movilizaba.

Ese es el germen de su colección más conocida, del motivo por el cual estamos hablando de él porque es razonable dudar que llegara a ser tan leído de no haber existido Wallander, la serie del policía de Ystad que nació para un libro y se quedó doce.

Mankell regresó a Suecia en 1989 después de una larga temporada en África y le pareció que a su país le latía el racismo. Quería contarlo y decidió hacerlo a través de una novela policíaca, una novedad para él como autor pero un ambiente que no le resultaba ajeno. Como hijo de juez —criado por él, además, porque su madre les abandonó cuando tenía solo dos años— pasó tardes de infancia con el murmullo de fondo de agentes y abogados, entre discusiones sobre las sutilezas del delito. Hasta uno de sus coches de juguete fue usado para escenificar un accidente durante un juicio.

Pese a la familiaridad, admite que investigó mucho, que se plantó día tras día en la comisaría de Ystad para que la atmósfera fuera verosímil y los comportamientos de los personajes, normales. Como Frank L. Baum —que eligió el nombre de Oz para llamar a la tierra a la que se dirige Dorothy desde Kansas observando el último cajón de su archivador, con documentos de la O a la Z— Mankell también bautizó a Wallander de forma un tanto azarosa y desesperada: pasó el dedo por el listín telefónico hasta que vio un apellido que le llenó el ojo.

Desde la publicación de Asesinos sin rostro, los libros de Wallander muestran la violencia que palpita bajo la capa de normalidad sueca y, por eso, se ha dado en incluir a Mankell en esa corriente de autores nórdicos creadores de una novela negra que florece en paisajes helados y enseña que en la sociedad del bienestar no se está, al final, tan bien. De hecho, se le considera padre de esa corriente, idea que Mankell desprecia.

Es cierto que los libros de Wallander no se parecen a los demás. Son más profundos, más reflexivos y en ellos resulta más clara la intención de espejo: esto es lo que eres Suecia, le dice, esto es lo que has acabado siendo. Nunca jamás ha pretendido escribir una novela de crímenes como objeto de entretenimiento, explica que no habría podido crear uno de esos relatos de un asesinato en una vicaría, esas muertes a puerta cerrada, en la que todos los sospechosos aparecen en la misma casa, mientras la sociedad, de la que poco sabemos, vive fuera, a lo lejos. Las novelas, en fin, que hicieron famosa a Agatha Cristhie, a la que alude con injusto desprecio. Él quiere tragedia griega: el hombre en lucha consigo mismo, el hombre en lucha con la sociedad en la que le ha tocado vivir.

El autor ha dicho cien veces que le cae mal Wallander, que no es un tipo del que querría ser amigo, que continuó con él porque probó ser un buen instrumento para contar lo que quería, nada más, no por aprecio. Se le nota siempre que habla de él con cierto hartazgo por su fama, por el hecho de que tantos le consideren su alter ego cuando lo único en lo que se parecen es en la nacionalidad y en la edad, dice.

Y es verdad que hay muchas cosas que los separan. Wallander es, y ahí radica su diferencia fundamental, un perdedor. Esa es la clave de su éxito. Es un perdedor sensible, preocupado pero misántropo, que tiene dificultades serias en las relaciones personales fundamentales —con su hija adolescente, con su anciano padre pintor de paisajes desolados— pero maneja bien las profesionales y es capaz de una empatía extraordinaria con las víctimas, con los que sufren, al que le duelen las consecuencias de la deriva de Suecia como una herida abierta.

Es un protagonista humano, que no sabe cuidar de sí mismo pero a quien el lector confiaría a sus seres más queridos sin dudar. Está fondón, bebe, se ve que puede llegar a perder el trabajo, no se lleva bien con su exmujer y no es capaz de mantener viva una relación con aquella de la que se enamora, le apasiona la ópera pero tiene que cultivar modestamente esa afición porque es un policía de Ystad no un ricachón que puede viajar para ver estrenos con bufanda blanca. Cada detalle le humaniza más y, a cada paso, te cae mejor. Y lo hace aunque ves con toda claridad sus fallos, cómo se va equivocando con unos y otros. Dice su creador que quiso hacerle enfermar y dudaba sobre qué endosarle hasta que le preguntó a un policía que lo tuvo clarísimo: diabetes, el mal de los habitantes de países ricos pobremente alimentados, de los que apenas se mueven, de los que miran poco por si durante años. Con esa enfermedad encima, el público le quiso todavía más.

Un día, Mankell paseaba por la calle y un anciano se le acercó para preguntarle con exquisita educación si podría decirle qué opinaba Wallander sobre la incorporación de Suecia a la UE, qué votaría él. Dice que ahí se dio cuenta de las dimensiones que había tomado ese policía que le caía básicamente mal. Solo a él, lo tenía claro.

Aunque entre su obra traducida hay vida al margen de Wallander —mucha en su serie africana— es en los libros del policía donde el lector se acaba encontrando más cómodo, como ocurre en la presencia de esos amigos a los que se quiere sin saber muy bien por qué, a pesar de sus fallos o precisamente por ellos.

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