La felicidad de la pintura

De nuevo el impresionismo y uno de sus pintores más conocidos, Renoir, convertirá el Thyssen en una de las grandes referencias del otoño artístico madrileño
Renoir en su estudio
photo_camera Renoir en su estudio

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EL MÁS QUE testado olfato del Museo Thyssen para combinar en sus exposiciones proyectos interesantes y sugerentes –artísticamente hablando, con una esperada exitosa respuesta del público– volverá a renovarse con la inminente exposición dedicada al pintor Pierre Auguste Renoir (Limoges, 1841-Cagnes Sur Mer, 1919), una de las estrellas del Impresionismo que tantos adeptos tiene entre los visitantes de los museos, y que se inaugurará el próximo día 18 de octubre pudiendo ser contemplada hasta el 22 de enero de 2017.


Lo inteligente de este tipo de exposiciones –como lo fueron las de Cézanne o Münch o lo es la todavía vigente sobre Caillebote– es el evidenciar los matices que la singularidad y el talento de cada uno de ellos ofrece en el conjunto de los pintores que entre los siglos XIX y XX rompieron los cánones pictóricos tradicionales y adaptaron su pintura a una sociedad repleta de avances en las formas de una vida que se iba centralizando en las grandes ciudades. Esa constante exclamación por la vida es la que está presente en Renoir configurando una pintura en la que la felicidad y el goce por la existencia estaban siempre presentes y para ello era precisa la figura humana siendo su pintura, del grupo de los impresionistas, la que menos se despegó del ser humano.

La ingente obra de Renoir —se habla de cinco mil lienzos y otro tanto de acuarelas—, es una permanente invitación a la vida, a la que no renunció pese a su salud


"Cuando Pisarro pintaba una escena de París, ponía siempre un entierro, mientras que yo habría puesto una boda". Con esta frase Renoir evidencia su deseo de generar una pintura alegre, que se convierta en algo que guste mirar al espectador y que transmita la intensa felicidad de esos años de progreso en los que la gente vivía en la calle, pasaba horas en los cafés, compartían fiestas y bailes, vestían elegantemente y comenzaban a mostrar partes de su cuerpo de manera distendida.

Renoir convertiría su pintura, como hicieron otros impresionistas, en testimonios de su momento vital, pero él vinculó ese testimonio en gran medida, a personajes de su época. En ellos dibujaba el fresco de un tiempo repleto de colorido y de una luz que, como pocos pintores, comenzó a disponer de ella para utilizarla de una manera vibrante a través de una pincela muy agradecida para el espectador, capaz de generar una calma y un sosiego que convierten a su pintura en una de las más agradables de los impresionistas, estando muchos de ellos más preocupados por cuestiones procesuales que por el propio resultado final al que se llega con la obra de arte. 

Más de setenta piezas, procedentes de los más variados centros museísticos del mundo, componen esta muestra en la que el factor diferencial con respecto a la manada es el carácter íntimo de sus obras. Un inteligente contraste en las pretensiones de la exposición desde el comisariado de Guillermo Solana al llevarnos, precisamente, al aparte que casi va en contra de los postulados urbanos el Impresionismo o de sus análisis del paisaje y sus descomposiciones de la pincelada a través del color y la luz. Así es como retratos, desnudos o naturalezas muertas van cerrando el foco, no tanto sobre lo representado, como sobre el pintor, ese Renoir al que la generación siguiente de pintores, los fauvistas tomaron en consideración como a Cézanne o a Monet en la configuración de un nuevo camino. De hecho, Renoir, habitualmente codificado como pintor impresionista, cuando el apego a ese movimiento podría ceñirse al trabajo desarrollado entre 1869 y 1883, para posteriormente dejarse llevar por nuevas pretensiones artísticas surgidas de su visión directa de la obra de Rafael que influirá notablemente en su gusto por el desnudo femenino, delimitando sus contornos, desterrando cualquier atisbo de Impresionismo y volviendo a los grandes maestros del género francés, como Ingres, e incluso más atrás en el tiempo, con los maestros del Rococó, Boucher, Watteau o Fragonard, cuyo edulcoramiento pictórico aplica a sus figuras femeninas y a una pincelada cada vez más alargada y difuminada.

Renoir fue alejándose progresivamente de teorizaciones y postulados del Impresionismo para buscar "hacer buena pintura", según él mismo afirmaba, liberando a la pintura de corsés intelectuales y propiciando una obra nada pretenciosa en la que solo se procuraba dejar un fresco de vida, un canto alegre sobre la existencia humana donde la belleza debía ocupar un papel destacado. Qué lejos quedaban otros pintores impresionistas que en la captación del momento desintegraban la realidad o se fijaban en episodios de la vida moderna en los cafés o cabarets!

La ingente obra de Renoir, se habla de cerca de cinco mil lienzos y otro tanto de acuarelas, es una permanente invitación a la vida, a la que no renunció pese a que sus graves problemas de salud, artritis, le impedía pintar cogiendo los pinceles siéndole sujetos con unas vendas a las manos. Esos impedimentos no le hicieron perder un ápice de ilusión por la pintura y por su propia obra que pasó primero la admiración por la Escuela de Barbizon; posteriormente, por la adscripción a los postulados impresionistas y, finalmente, por la recuperación del dibujo como sustento de su trabajo. Renoir, que había participado en la primera exposición impresionista, aquella mítica reunión en el taller del fotógrafo Nadar en 1874, se interesó mucho más que cualquiera de sus compañeros de generación por el retrato, obligado por las circunstancias económicas y la posibilidades que surgían a la hora de realizar encargos que aliviaran esa situación. Con cuarenta años Renoir sale de Francia, viaja a Argel, inspiración de sus admirados Ingres y Delacroix, pero sobre todo a Italia para ver la pintura de Rafael. "He ido a Roma a ver a Rafael. Es una belleza, habría tenido que verlo antes. Está lleno de juicio y sabiduría", comenta Renoir tras conocer los frescos de la Villa Farnesina. Su impresionismo ya es historia, Renoir regresa al territorio del clasicismo, pero reinterpretado desde una nueva nueva luz y color. Renoir cada vez es un pintor más solitario en sus pretensiones. Su pintura se recoge en interiores domésticos, mujeres y niños en escenas cotidianas que serán muy del gusto de la burguesía parisina.

Renoir, comenzado el siglo XX, ya solo puede pintar con los pinceles atados a sus muñecas, pero aún así el goce por esa acción será su aliento vital. Habrá una vuelta a la naturaleza, aquella en la que acompañaba a Monet a pintar plen air, pero esa naturaleza irá acompañada ahora inevitablemente de la figura femenina, se recuperan modelos clásicos en sus posturas y se sigue trabajando en algo que siempre había preocupado al artista, la sensualidad y la tactilidad de la escena. Renoir era capaz de convertir su obra en una poderosa visión matérica en la que las texturas de cuerpos y elementos naturales nos convocan una y otra vez ante la febril capacidad de la pintura para generar felicidad, para exaltar con su combinación de luces, colores y pinceladas, nuestros sentidos.

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