Las enseñanzas de Sarrión

Fallece el poeta Antonio Martínez Sarrión víctima de un infarto 82 años 
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photo_camera Sarrión y Acebo, hace 10 años, en la librería Fuentetaja de Madrid. AEP

El pasado martes falleció, víctima de un infarto, el gran poeta Antonio Martínez Sarrión (Albacete, 1939), maestro y amigo de quien escribe estas líneas. Nos veíamos cada semana cuando yo vivía en Madrid. Hombre generoso, Martínez Sarrión me abrió las puertas de su casa, me dio valiosos consejos e, incluso, corrigió los poemas que acabarían formando parte de mi primer poemario, ‘Camas de hierba’ (2011); por todas estas razones y por el cariño que le tenía, Antonio figura en la dedicatoria del libro, junto a mis padres.

De Martínez Sarrión aprendí, entre otras muchas cosas, que en la poesía las pausas deben ser más elocuentes incluso que las palabras, pues la naturaleza de este género es fragmentaria (se basa en el ritmo y la métrica, elementos que desplazan a la lógica, a la sintaxis). Como el erotismo, la lírica sugiere, no muestra, y eso estimula la imaginación del lector. Aún conservo algunas hojas con las correcciones que Antonio hacía a mis vetustos poemas: "Debes aumentar la tensión verbal por vía de la elipsis…". Todo escrito a mano, por supuesto, con aquella letra de trazos alargados: una letra arborescente, tan propia de un hombre temperamental que, asimismo, atesoraba argumentos muy hondos.

Como explicó sagazmente el crítico Prieto de Paula, la lírica de Martínez Sarrión se caracteriza por su sincretismo. En 1970, el creador albaceteño fue incluido por Castellet (prestigioso teórico) en su antología ‘Nueve novísimos poetas españoles’, la cual dio nombre a una generación, la de los Novísimos, que se opuso a la estética socialrealista, imperante hasta entonces en España. El joven Sarrión, muy influido por el surrealismo, aspiraba a romper el discurso lógico mediante procedimientos como el ‘collage’ o la desarticulación tipográfica. Fue en esa época cuando algunos de sus maestros —Benet, García Hortelano, Barral…— comenzaron a llamarle ‘el Moderno’. Fue también por aquellas calendas cuando Gil de Biedma, después de leer sus poemas, sorprendido, le preguntó: "¿Cómo coño puedes ser tan decadente, habiendo nacido en Albacete?". En 1981, con la publicación de ‘El centro inaccesible’, se produce un punto de inflexión en la obra sarrioniana; a partir de ahí, nuestro protagonista empleará una dicción más transitiva y convertirá al amor en uno de sus ejes temáticos fundamentales. No obstante, los dos polos —modernidad y tradición— se complementan a lo largo de toda su trayectoria. Aunque los expresase de forma hermética, ya había sarcasmo y crítica social en su etapa juvenil, del mismo modo que no eliminó el culturalismo (solo lo atenuó) en su producción de madurez. Debido a ese sincretismo tan rico en matices, Sarrión me parece un autor esencial en la poesía española de las últimas cinco décadas. Es por eso que —amistad aparte— estudié su estilo en mi tesis doctoral.

Mi maestro también incursionó en la traducción (suya es una de las mejores adaptaciones al castellano de ‘Las flores del mal’, de Baudelaire), el memorialismo o el ensayismo. Yo tengo especial debilidad por sus diarios, que están llenos de aforismos clarividentes; citaré uno perteneciente a ‘Esquirlas’ (2000): "Es preferible tomarse la política relativamente en serio, si no queremos que ella nos tome, a la gente del común, absolutamente en broma".

Claro que la contundencia y la precisión verbal de Sarrión ya se reflejan magníficamente en los títulos de sus libros: ‘Una tromba mortal para los balleneros’ (1975), ‘La cera que arde’ (1990), ‘Infancia y corrupciones’ (1993), ‘Jazz y días de lluvia’ (2002)… Afinaba muchísimo. Y si no encontraba el título apropiado, se dejaba aconsejar por colegas queridos; a Molina Foix le debe el hallazgo de ‘Teatro de operaciones’ (1967).

Hoy me acuerdo de las participaciones del Moderno en ‘¡Qué grande es el cine!’ —el programa televisivo de Garci— donde, con porte de senador romano, descodificaba obras maestras del séptimo arte, como ‘Juntos hasta la muerte’ (Walsh), ‘Te querré siempre’ (Rossellini) o ‘Lawrence de Arabia’ (Lean). Pero, sobre todo, recuerdo cuando me recibía en su piso de la calle Alfonso XII; yo lo saludaba de este modo: "¡El novísimo!", y él me respondía: "¡No, no, ahora ya soy arqueológico!". Tras las risas, nos fundíamos en un cálido abrazo. Me acuerdo también de nuestros paseos por El Retiro, como cuando me confesó que le parecía deleznable la actitud de ciertos intelectuales que, autodefiniéndose de izquierdas, se enorgullecían de no hacer uso del voto. "Así siempre ganará la derecha". Me lo decía con aquella voz cavernosa que no dejaba indiferente a nadie.

En la última década nos alejamos. Un día, telefónicamente, me dijo que daba por clausurada nuestra amistad, sin más explicaciones. Desconozco si la causa fue algún malentendido o si su salud (entonces ya maltrecha) tuvo algo que ver en ese distanciamiento, que para mí fue doloroso. En cualquier caso, siempre le estaré agradecido; son muchas las enseñanzas que le debo. ¡Hasta siempre, querido Antonio! De todos mis amigos, tú siempre serás —vital e intelectualmente— el más inconformista.

Hector Acebo

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