Desengancharse

"Ella se visualiza en la esquina de la Rue de Cotte con Trousseau, apoyada en la estatua e bronce de G. Simenon, observando las luces de su apartamento, adivinando..."

¿DE QUÉ podemos desengancharnos? De la heroína, del picaporte que nos desgarra el bolsillo de la americana cuando salimos corriendo, de la novela de Benjamin Black que nos impide apagar la luz, de las tres cucharadas de azúcar en el yogur de la mañana. La gente se libera de anzuelos afilados y sigue, pero ¿de qué no podemos desengancharnos?

A Marga las colaboraciones en la revista no le alcanzan para el alquiler y por eso colecciona trabajos. Me pregunta si son de esos que llamamos ahora minijobs y se burla de que los periodistas le cambiemos el nombre a las cosas sólo para que parezcan nuevas. Benoît, uno de sus profesores de danza, le ha conseguido unas horas en el vestuario de La Monnaie y allí aprende a echar vodka a los trajes para tapar olores y evitar lavarlos después de cada actuación. Además, puede ver los ensayos gratis, salir con las compañías a L’Archiduc y, de vez en cuando, emborracharse y dejar que algún bailarín la lleve a casa. A su madre le gusta imaginarla en la ópera, aunque nunca haya visto una, sin embargo, lo prefiere al otro trabajo.

Tres tardes por semana, Marga enseña a montar en bicicleta a mujeres en el parque del Cinquantanaire, la mayoría turcas de la comuna de Schaerbeek, viudas que han tenido que esperar a que muriesen sus maridos para que nadie les prohíba cosas como aprender francés en un país en el que se habla francés o andar en bicicleta. A su madre ese trabajo no le hace gracia, teme que alguno de los maridos no esté tan muerto y aparezca algún día a bajarlas del sillín.

Este diciembre hará una década que llegó a la ciudad y está pensando en traerse castañas de Fabero para celebrarlo con un magosto. Su madre le ha contado que los de la cooperativa las pagan a euro y medio el kilo porque han salido gordas y, si el sol se deja ver, ella aprovecha para bajarse a La Rubiona a apañar alguna. Luego se olvida de las castañas y de su madre y, aunque sabe de sobra mi respuesta, me pregunta si creo que debería invitarlo a la fiesta. Entonces, me doy cuenta de que no habrá fiesta. Hace un año que no lo ve y me dice que está contenta, aunque suene más aliviada que contenta.

Con la cabeza fría, Marga entiende que no hay otra manera. Como le dice su madre, las cosas graves sólo se resuelven arrancando hojas del calendario y ella se pregunta cuántos meses le quedan al suyo. Al menos ya no lo confunde con otros por la calle, ni se le pone un punto en el pecho cuando cruza Dundée y teme que salga del parque paseando a Zoe, con los cascos y ese andar torpe, arrastrando un poco los pies. La mayoría de los días tampoco espera que la llame, aunque algún domingo se levanta con la neura de que recibirá un mensaje y se le achica el estómago porque siente que las dudas no se han ido, siguen ahí, invernando, esperando su momento.

Cuando le preguntan por qué sigue sola, Marga se encoge de hombros y ya no cuenta su historia, harta de que la tomen por loca o por una idiota, la estúpida que perdió diez años esperando a que alguien la quisiese como se quiere la gente que se hace feliz. Ella ve la cara de asombro de quienes la escuchan y se pregunta si habrán vivido algo parecido porque quizá sus historias hayan sido como las que ella tenía antes de encontrarle, controlables, inocuas, corrientes. Ahora sabe que uno debe tener cuidado con las personas que se lleva a la boca, con los juegos que acepta jugar. Ni siquiera recuerda cuando empezó a formarse el nudo, cuando el deseo de las primeras citas se transformó en un cepo.

Se ha cansado de explicar que lo intentó, que mil y una veces quiso cortarlo, que hasta aceptó pedir ayuda cuando tuvo la impresión de que todo se le iba de las manos, sintiéndose incapaz de negarse a verlo, con la voluntad anulada y la ansiedad abrasándole las tripas; que llegó a hacer la maleta para protegerse en la distancia, pero de nuevo, una promesa le cortó la huida.

Recuerdo aquella noche que me llamó de madrugada, sonaba a escombros, destruida por dentro, asegurando que no le importaba que él hubiese decidido tener su casa, su mujer, que había renunciado a los celos y aceptaba todo con tal de que no desapareciese. Mientras la escuchaba, yo deseaba que fuese él quien se cansase. Sin embargo, cruel, inconsciente o enfermo, él seguía.

Entonces, sucedió lo de la noche en la calle. Ella se visualiza en la esquina de la Rue de Cotte con Trousseau, apoyada en la estatua de bronce de G. Simenon, observando las luces de su apartamento, adivinando las siluetas al otro lado de las ventanas, imaginando la vida sobre la moqueta, el olor a crema, el vapor en los cristales y quizá la música. Helaba, pero no caía nieve. Sólo un frío sólido y cortante, como una plancha de acero presionando las mejillas. Apenas había tráfico, el ruido de un tranvía en la avenida paralela y la oscuridad del barrio, interrumpida por el neón sucio e intermitente de un pakistaní. No sabe cuanto tiempo esperó, quizá horas. Él descorrió la cortina. Tal vez sintió vértigo al ver en los ojos de ella la boca de un pozo, o pánico al entender como, a apenas unos metros, les separaba un abismo. Esa noche desapareció. Ella siguió escribiéndole, le llamó, intentó que hablasen, pero nunca respondió. Aquella mirada desde el ático a la calle, una herida en la memoria, fue el último mensaje.

¿De qué podemos desengancharnos? De esa persona que se cruza como un arpón y encuentra en nosotros un amarre y nos deja removiéndonos, agitándonos, meses, años, y cuando logramos desprendernos, sentimos que nos hemos dejado jirones de carne y descubrimos que es tarde porque su ausencia nos sujeta y decimos que estamos bien, pero no estamos bien.

Marga me ha contado que Neylam ha vuelto a las clases. Cree que no ha tenido una alumna más tozuda que ella. Las caídas de la bici son algo habitual, sin embargo, la clavícula de Neylam necesitó cinco horas de quirófano para recomponerse. Ahora está feliz porque su traumatólogo le ha dicho que la fractura ha soldado y ya no necesita el cabestrillo. El día de Reyes cumplirá cincuenta y dos y Marga ha pensado en regalarle la Raleigh negra, la bici de la caída. Cuando la ve tambaleándose de nuevo sobre el sillín, luchando por enderezar el manillar y seguir pedaleando, Marga respira, se llena de aire frío del invierno belga y piensa que quizá no sea tarde, que tal vez también ella esté a tiempo de aprender a mantener el equilibrio.

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