De Lubicz Milosz, el mensajero silencioso

Un homenaje al poeta franco-lituano que se va a celebrar en París sirve de pretexto para recordar al "hombre que parecía un mensajero silencioso de saberes secretos"

Acceda a todos os contidos da última edición do suplemento 'Táboa Redonda'

A ASOCIACIÓN de Amigos de Milosz en París cumple 50 años, van a celebrar una fiesta en Fontainebleau, donde vivió Milosz en los
últimos años, el vicepresidente Olivier Piveteau me pide que colabore en el número de este año de Cahiers Milosz, me pregunta si puede traducir al francés algún artículo mío sobre Milosz de los que ha visto en revistas, me pregunta si es verdad que me voy a vivir a París, que deberíamos de encontrarnos para hablar de Milosz, le digo que por desgracia no me puedo instalar en París, es demasiado caro para un escritor bohemio y loco como yo, que iré a París todos los años porque es la ciudad que más amo en el mundo, pero que puede traducir lo que quiera, que estoy encantado de recordar a Milosz, y además pienso que algún día debo visitar el castillo de Fontainebleau, donde Leonardo da Vinci concibió sus obras misteriosas, donde estaba al principio La Gioconda, y donde siglos después vivía este hombre fascinante, este lituano que parecía un enviado de otro mundo, un mensajero silencioso de saberes secretos, más allá de los sensacionalismos y los ruidos del siglo XX.

La editorial Devenir publicó recientemente una Antología poética de Oscar de Lubicz Milosz y todos los que hablan español ya pueden
leerlo. Oscar de Lubicz Milosz murió cerca de París, en 1939, poco antes de que casi se desencadenase el fin del mundo, su país, Lituania,
estaba a punto de ser comido por el pacto entre nazis y comunistas, él llevaba casi toda su vida en Francia y usaba el francés como una lengua de promisión, había luchado por representar a su país, había sido cónsul de Lituania en Francia durante la entreguerra, había defendido la hermandad de los países bálticos, fue una de las grandes aportaciones a la cultura europea, poco después en su familia surgiría Ceslaw Milosz, premio Nobel de lengua polaca, que denunció el pensamiento cautivo, que noveló los bosques lagos del norte de Polonia en El valle del Issa, con el cual yo trataba a principios de los noventa de convencer a mi tío en Chantada de que Polonia era un país muy interesante, que no era solo un país de integristas católicos.

Lubicz Milosz escribió grandes libros de poemas, en la corriente simbolista y meditativa, Las siete soledades, Los elementos, Las confesiones de Lemuel, sus poemas en alejandrinos solemnes, llenos de serena pasión, hablan de la memoria, de la nostalgia de mundos soñados, de infancias fuera del tiempo, de lluvias, de muertos que están más vivos que nosotros ("En un país de infancia vuelto a encontrar llorando/En una ciudad de latidos de corazones muertos"), de reinas en lejanías persistentes, que laten fuera de nuestros mundos vulgares ("Mis pensamientos te pertenecen, reina Karomama del tiempo antiguo/ cuyo nombre olvidado canta como un coro de quejas"), bebe en los simbolismos de la Biblia, de Oriente o del esoterismo, atribuye a Lemuel un Cántico del conocimiento que resulta escalofriante con sus versos de prolongaciones secretas ("La enseñanza de la hora soleada de las noches del Divino/Para aquellos que, habiendo pedido, recibieron y saben ya"), evoca todas las reminiscencias en La berlina detenida en la noche ("Tu palidez con la cabeza en mi hombro,/ verás qué bello es el ansioso bosque / entre los insomnios de junio"), nadie puede olvidar Los muertos en Lofoten: "Todos los muertos se emborrachan con la vieja y fría lluvia./ Los muertos, en el fondo los muertos están menos muertos que yo".

Parece que por debajo de todos nuestros ruidos, de los apresuramientos, de las consignas, él conociera un mundo más hondo, que nos
sostiene sin que lo sepamos, por eso recogió los Cuentos lituanos de mi madre la oca a semejanza de los franceses de Perrault, y los Cuentos de la vieja Lituania, y Obras maestras líricas del Norte, sus novelas ahondan en preocupaciones meditativas, de pasión sosegada, por ejemplo La iniciación amorosa, en el teatro adaptó la conversión a lo secreto de un ansioso insatisfecho, Miguel de Mañara, un donjuan harto de dar vueltas que se mete en las meditaciones secretas, que se inspira en un personaje real de la España barroca, para darle sentidos secretos y sugerentes, y al viejo visionario que rompió todos sus esquemas y se cayó del caballo, Saúl de Tarso.

Prosiguió sus meditaciones en sus ensayos: Ars magna, que recuerda las obsesiones místicas de Raimundo Lulio en la Edad Media —y en
el siglo XX esa especie de summa del humanismo a rescatar de la barbarie en monasterios que son bibliotecas en El juego de los abalorios de Hermann Hesse—, La interpretación del Apocalipsis etc., escribió una tesis discutida sobre el judaísmo, que puede parecer alucinada,
Los orígenes ibéricos del pueblo judío, como a León Bloy le fascinan esos errantes misteriosos, esos desgajados de todo, esa especie de feriantes como los que ahonda Rilke en una de sus elegías, reflexionó apasionadamente sobre los símbolos en Los arcanos.

Milosz es el prototipo del solitario que no se vende a nadie, que no repite la voz de nadie, que susurra en un siglo donde muchos gritan,
que aporta una voz profundamente sugestiva, y es un milagro en este tiempo de discursos mecánicos, de entregarlo todo a las máquinas, de mecanizar la vida entera, de hacer que todo sea frío y mecánico y masivo y sin alma, de negar la vida misma y decir que todo es una máquina, habrá que volver a él, a sus palabras calladas y llenas de vida, unos pocos que no nos creemos este vaciamiento universal, esta robotización de todo, esta industrialización de la vida, tenemos que leer con calma —sin prisas, coño, dejémonos ya de tanta velocidad, de tanta prisa idiota que no deja ver nada, que no deja percibir nada, consumimos máquinas con tanta prisa que por eso no vemos la vida—, tenemos que leer con calma, digo, sus poemas en que sí se aprecian los ritmos de la vida, las corrientes secretas de la vida, los oleajes del espíritu, y tenemos que acudir a Fontainebleau para entrar en su silencio lleno de vida, en su fervor más allá de las palabras, en sus palabras que van más allá de sí mismas, y hacer festines secretos, festines de silencio, igual que los hizo en su momento Leonardo da Vinci, en ese mismo espacio inatrapable en que sonríe Monna Lisa.

Comentarios