Bertolucci, una vida de cuestión y conflicto

El maestro del cine italiano, director de El último tango en París, falleció a los 77 años dejando tras sí un legado transgresor ►Discípulo de Pasolini, con quien empezó de ayudante, obtuvo nueve Oscar con El último emperador y fracasó con El cielo protector

Bernardo Bertolucci. EFE
photo_camera Bernardo Bertolucci. EFE

EN 2013, y dentro de la promoción de su última película Tú y yo, Bernardo Bertolucci, que falleció el este lunes a los 77 años, afirmaba volver a sus orígenes y a un cine poético más íntimo, personal e italiano. Regresaba a los festivales en silla de ruedas y tras casi una década sin rodar, con un filme de encierro –que él defendía como «claustrofilia»–, de amor incestuoso y de sexualidad comedida.

«Hace años sentía la necesidad de romper tabúes, que hoy están superados, y ya no siento esa urgencia»

«Vivimos un tiempo en que ya no tiene cabida ese tipo de transgresión. Hace años sentía la necesidad de romper ciertos tabúes, que hoy están superados, y ya no siento esa urgencia». Por supuesto, hablaba de El último tango en París, filme clave y sobre el que pivota toda su biografía.

«No quería que María [Schneider] representase su humillación. Queía que la sintiese. Me siento culpable, pero no arrepentido»

Solo unos meses más tarde, y en una entrevista para televisión, se sinceraba con la audiencia, asumiendo que María Schneider, la actriz protagonista, nunca le había perdonado su comportamiento en el rodaje de la película. En una confesión inusual para un director de cine, afirmaba que, tanto él como Marlon Brando, habían ocultado a la actriz los detalles más violentos de una de las escenas más famosas del cine. «Quería que reaccionara al acto de la humillación».

«Si alguien me pidiera que enseñase dirección, sinceramente, no habría qué hacer»

Bernardo Bertolucci nació en Parma y nunca fue a una escuela de cine. Aprendió el oficio como ayudante de Pier Paolo Pasolini, de quien heredó la representación explícita del sexo en sus películas y una militancia comunista sobre la que habría mucho que discutir. Siempre entendió la realización como un arte que se aprende practicando. «Si alguien me pidiera que enseñara dirección, sinceramente, no sabría qué hacer. Tal vez me contentaría simplemente con mostrar películas». Y por encima de todas, La regla del juego (1939, Jean Renoir).

En sus primeras obras de los años sesenta, y después de escribir poesía, Bertolucci sintió la influencia de la autoría europea del momento, y persiguió responder a la pregunta de André Bazin -teórico, fundador de Cahiers du Cinema e inspiración de la Nouvelle Vague- ¿Qué es el cine?. Con tan solo 22 años dirige y escribe Antes de la revolución (1964), una declaración de amor a Rossellini, Visconti y Pasolini.

En 1970, dirige dos películas que rompen con su primera juventud: La estrategia de la araña y El conformista. Con ellas, mientras traza su estudio sobre el fascismo y la burguesía, expresa, en un plano más personal, la rebeldía contra su padre; en su caso, contra el cineasta Jean-Luc Godard, con quien rompió su relación y dimitió del cine militante. El conformista cruzó el charco como película de culto muy escogida, pero profundamente influyente en todo el Nuevo Hollywood.

Con El último tango llegó el escándalo y, también, la popularidad internacional, más allá del circuito cerrado de cinéfilos. En ella exploró su idea de la improvisación y de la búsqueda de su propia voz hasta el límite. Pero más allá de su explicitud, el director volvió sobre el tema principal de la película en 1996 con "Belleza robada", en una mirada inversa y desde el punto de vista de la joven Lucy (Liv Tyler).

Gracias a El último tango, Bertolucci consiguió la financiación necesaria para llevar adelante Novecento (1976), «una historia del socialismo italiano financiada con dólares americanos», definida en esa contradicción como fuerza impulsora de la película.

Demostrada su capacidad para mover grandes presupuestos, su etapa posterior fue la más visible, pero también la más impersonal. Las tres películas rodadas fuera de Europa, El último emperador (1987), El cielo protector (1990) y Pequeño Buda (1993), marcaron el ascenso y caída de Bertolucci en el sistema de estudios. Con la primera ganó nueve Oscars; con la última sufrió un fiasco comercial que le hizo retroceder a un cine más personal.

En Soñadores (2003), utiliza la novela de Gilbert Adair, ubicada en París y en mayo del 68, para volver a preguntarse por la importancia y el sentido del cine en nuestras vidas. El trío protagonista dedica el tiempo de revolución estudiantil a cultivar su pasión cinéfila y a encerrarse –otra vez– en una «claustrofilia» idealizada y reivindicativa de la Nouvelle Vague.

«Me siento culpable pero no arrepentido», defendió durante su confesión sobre el rodaje de El último tango. «No quería que María representase su humillación. Quería que la sintiese». Bertolucci murió sin dar respuesta a las cuestiones más trascendentales del cine y, sin haberlo previsto, abrió alguna más. ¿Hasta dónde puede llegar un autor para obtener el resultado esperado?

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