Banderines en un aparcamiento

"Recuerdo unos años en que a mí, sin duda, me estaba haciendo falta tener novia"

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LA PUBLICIDAD sin público me parece triste. Más triste cuanto más alegre y llamativa quiere ser. Los letreros con detalles festivos, con muñequitos que saludan contentos y frases de entusiasmo, los carteles con rótulos enmarcados en estrellas doradas y llenos de signos de exclamación —aunque sea para poner el precio del kilo de langostinos—, cuando no se leen, cuando creo que nadie los ve, me parecen un poco deprimentes. Y todavía más si en ellos sale gente riéndose. Sobre todo familias con niños: padres e hijos abrazados sonriéndole fijamente a nadie.

Siempre he tenido la tendencia a atribuir sentimientos a las cosas, y eso hace que algunos objetos me puedan dar pena: un tubo de pasta de dientes terminado, unos papeles viejos o un adorno en un mueble. Pero en este caso no se trata de eso, sino de la tristeza del mensaje que no llega. Los banderines de colores agitándose un día de viento en medio del aparcamiento desierto de un centro comercial vacío, en una película americana, son la viva imagen no solo de la soledad sino del desamor. El desamor de la llamada no atendida.

Pero hay males de amores que no consisten, como ese de las banderolas, en no ser correspondido, sino en necesitar querer, desear querer, querer querer, y ni siquiera verse cerca de elegir a alguien que no nos haga caso. Ni siquiera haber podido fracasar. Es el desamor no correspondido.

Recuerdo unos años en que a mí, sin duda, ya me estaba haciendo falta tener novia. O al menos enamorarme, y luego ya veríamos si la cosa iba o no iba. Quería querer y que me quisiera alguien. Pero nada, no encontraba a la persona, o ella no me encontraba a mí; y pasaba el tiempo y yo, la verdad, me sentía bastante mal. Es cierto que fue mucho más doloroso, más adelante, sufrir por alguien, sentirme abandonado y creer necesitar a alguien en cuya vida, de repente, ya no había sitio para mí. Es cierto que fui más infeliz. Pero nunca estuve tan solo como cuando ni siquiera tenía a quién echar de menos.

Era como esas familias de los escaparates de las agencias de viajes, poniendo mi mejor sonrisa día tras día por si alguien pasaba por delante y la veía.

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