Los niños de nuestra guerra

En 1936 se truncó su infancia. La actualidad de Ucrania reactiva en su memoria recuerdos que nadie debería tener
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photo_camera Concha Díaz, Raquel Peña, Edmundo Otero, Manuel González y Avelino López. SEBAS SENANDE

Eran niños cuando estalló la Guerra Civil española. La vivieron y la sufrieron. Recuerdan con claridad el sonido de las balas que mataron a sus vecinos, la lluvia de bombas y el llanto de las madres al despedirse de los hijos que mandaban al frente. Las imágenes de destrucción y muerte tampoco se borran de su memoria y conservan intacta la sensación de miedo, incomprensión e injusticia.

La guerra de Ucrania les devuelve a la memoria aquellos días que les gustaría olvidar y advierten de que las consecuencias no se limitarán al frente de batalla. Son la voz de la experiencia.

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Tomás Notario. VICTORIA RODRÍGUEZ

TOMÁS NOTARIO. Fue alcalde de Lugo en dos ocasiones, de 1976 a 1977 y de 1991 a 1995. Cuando estalló la Guerra Civil tenía diez años y vivía en Vilvestre, un pueblo de Salamanca del que son originarios sus padres. 

El primer año del conflicto bélico lo pasó en ese lugar. "Sabíamos de la guerra por las noticias de los jóvenes que estaban peleando. Entre personas de distintos bandos calculo que hubo unos 14 o 15 jóvenes del pueblo fallecidos. Cada vez que moría el hijo de un vecino había un drama terrible. Algunos eran enterrados en el lugar donde habían fallecido, pero otros eran trasladados al pueblo. Recuerdo la desolación cuando llegaba un cadáver. Yo tenía diez años y una curiosidad enorme, pero no podía entender aquello".

La guerra retrasó sus estudios. "En 1936 tenía que hacer el examen de ingreso en bachillerato y no pude hasta un año después. En 1937 lo conseguí y me fui a Salamanca para estudiar interno en un colegio de los salesianos. Allí estuve siete años", recuerda.

Cuenta que "Salamanca fue una ciudad especialmente castigada porque era sede del estado mayor y durante un tiempo residencia de Franco". Tomás Notario es consciente del peligro que corrió en ese momento. "Los bombardeos se intensificaron por ser la capitalidad del movimiento", explica, y de ese tiempo tiene recuerdos muy claros.

"El edificio del colegio era grande y tenía un patio interior con arcadas de piedra. Entre pilar y pilar colocaron dos tableros y rellenaron el hueco entre ellos con arena, aproximadamente un metro de ancho. De ese modo tapiaron los soportales para habilitar un refugio para la población más cercana. Cuando sonaban las sirenas que anunciaban un ataque aéreo se abrían las puertas del colegio para que la gente entrase. A los alumnos nos llevaban a un salón de actos que estaba en el semisótano, bastante protegido", relata.

"Recuerdo un día que empezaron a caer bombas muy próximas. Saltaban los cristales de las ventanas, de las puertas… Cuando pudimos salir, el patio estaba lleno de metralla e incluso había una bomba sin explotar", recuerda. Cree que en ese ataque se produjo una confusión y se salvaron por la mala puntería de los aviadores. "Pienso que confundieron el colegio con un cuartel de infantería que había en la misma calle, donde ahora está El Corte Inglés de Salamanca, por eso nos bombardearon. Entonces los aviones no tenían los medios sofisticados de ahora y bombardeaban a ojo. Tampoco atinaron bien porque el edificio quedó en pie. Acertaron en cuatro o cinco casas próximas y hubo varios fallecidos", cuenta.

Pero no fue la única vez que su vida corrió peligro. "A la semana siguiente fuimos de paseo. Nos llevaban los jueves por la tarde. Estábamos en el campo, a las afueras de la ciudad, al otro lado del río Tormes, y comenzaron a sonar las sirenas. El profesor que nos acompañaba nos mandó dispersarnos y tumbarnos en los surcos de los terrenos arados para intentar no ser observados. Desde allí podíamos contemplar el paso de aviones de los dos bandos y los disparos de las baterías antiaéreas alemanas que se habían instalado para proteger Salamanca de los bombardeos. En esos momentos yo sentía una mezcla de curiosidad infantil y de pánico. Parecía una película, pero era realidad".

Recuerda perfectamente el día que terminó la guerra, el 1 de abril de 1939. "Nos dieron tres días de vacaciones en el colegio. Estábamos felices porque solo había descanso en verano y Navidad. Pero mi pueblo estaba a 90 kilómetros y los medios de comunicación eran lentos, así que no pude aprovechar bien ese tiempo", apunta.

Tomás Notario dice que está viendo en la guerra de Ucrania "situaciones que pensaba que no iba a volver a ver. Es lamentable, sobre todo el éxodo para intentar salvarse". Comenta que "ahora el potencial bélico es tremendo, una ciudad desaparece en una noche. En la Guerra Civil era menor y provocaba menos daños, pero siempre tenía consecuencias y había represalias".

Advierte de que "las consecuencias de las guerras las pagamos todos. En este mundo global, en cualquier momento nuestra vida puede verse perturbada por un conflicto que ocurra a miles de kilómetros".

Esto también se pudo comprobar en 1936. En Galicia no hubo frente de batalla, pero eso no libró a la población de sufrir la guerra. Avelino López, Manuel González, Raquel Peña, Concha Díaz y Edmundo Otero eran niños entonces. Hoy conviven en la residencia Albertia de Lugo y comparten sus recuerdos de aquellos años.

Concha Díaz. SEBAS SENANDE
Concha Díaz. SEBAS SENANDE

CONCHA DÍAZ. "O que máis recordo é ver chorar as mulleres cando marchaban os homes. Lembro unha señora de xeonllos chorando sen consolo porque lle levaban para a guerra o único fillo que tiña", rememora Concha Díaz, de 93 años y natural de Láncara. "Daquela as mulleres traballaban soas a terra, non había homes para facelo", explica, y subraya que ese esfuerzo mitigó el hambre cuando todo escaseaba.

Pocos se libraron de ser llamados a filas. "O meu irmán salvouse por moi pouco. Era da quinta do 42 e a última que chamaron foi a do 41. A miña nai xa levaba un tempo chorando, preparándolle todo para marchar, facendo calcetíns gordos para que levara, pero ao final a guerra rematou e non tivo que ir", cuenta con alivio.

Edmundo Otero. SEBAS SENANDE
Edmundo Otero. SEBAS SENANDE

EDMUNDO OTERO. Nadie quería ir al frente. Edmundo Otero, de 90 años y originario de Foz, también pudo comprobarlo. "Aos poucos días de empezar, pasou un avión por encima de Foz e a xente empezou a dicir que detrás viña outro para levar os homes para a guerra. Escaparon todos para o monte. Na miña casa estabamos traballando o trigo e quedou a meda aberta. Houbo que buscar unha lona para tapala porque marcharon todos os homes e non se puido rematar a faena. Botaron uns días escondidos nunha fraga, ata que un veciño que estivera en Bos Aires os foi buscar. Cargou unha mula de pan e foilles dar de comer. Xuntounos a todos e díxolles que non había que escapar, que se os chamaban para a guerra había que ir. E tróuxoos de volta para as casas", recuerda con claridad.

Edmundo Otero era muy pequeño, pero sorprende la claridad con la que recuerda los sucesos que le impactaron. "Araban as mulleres porque homes non había. Unha xa se vestira de loito porque o marido non daba aparecido, pero un día volveu e tivo que quitalo".

Recuerda que "o frente estaba en Asturias, non pasou de Ribadeo", pero las consecuencias del enfrentamiento fratricida eran duras y no las olvida. "Un matrimonio saía do cine en Viveiro e paráronos na rúa. Dixéronlle á muller que se separara un pouco do home e a el déronlle un tiro alí mesmo. A outro fórono buscar á casa cando estaba comendo, o día da festa de Santa Cecilia. Fixérono levantar da mesa e no primeiro descanso das escaleiras pegáronlle dous tiros. A outro tirárono dunha ponte coa bicicleta. Son crimes polos que ninguén pagou. Non colleron a ninguén porque non os buscaron".

Este niño de Foz, que solo tenía cuatro años cuando empezó la Guerra Civil, recuerda que iba a comer a un comedor de la Falange. "Había que cantar o Cara al sol antes de empezar. Mentres comías coa man dereita non podías ter o outro puño pechado porque che chamaban a atención. Había que ter a man esquerda aberta enriba da mesa e levantala para dicir arriba España cando te saudaban". 

Raquel Peña. SEBAS SENANDE
Raquel Peña. SEBAS SENANDE

RAQUEL PEÑA. Tiene 95 años y es de Vilalba. Raquel Peña recuerda con detalle el inicio de la guerra. "Me enteré cuando llegó una tía mía a casa llorando, muy asustada y diciendo: han matado a Calvo Sotelo. Va a ser la guerra. Yo no sabía ni quién era Calvo Sotelo ni qué era la guerra, pero recuerdo perfectamente ese momento".

Cuenta que "Vilalba quedó en manos de los falangistas, que ya estaban organizados, y fue tremendo. Tenían un cuartelillo al que llevaban a los que les parecían comunistas. Les daban palizas o los mataban y los tiraban en las cuentas".

Le impresionó especialmente un caso: "Recuerdo a un señor. El cuartelillo tenía una única puerta. Cuando lo metieron, cuatro amigos quedaron dando vueltas por delante durante horas para que no lo mataran. Uno de los mandos ordenó que le pegaran bien y que lo dejaran ir, para que los otros lo vieran. Pero se salvó porque los amigos estaban allí".

Recuerda que "los falangistas fueron a las casas de los cazadores a buscar armas". Concha Díaz añade que había que esconder cualquier cosa de valor. "Sei de xente que enterrou ouro", dice.

Raquel Peña asegura que la guerra lo cambió todo. "Mi hermana mayor espezó a estudiar bachillerato en la República, pero cuando empezó la guerra tuvo que parar. Ibas por la calle, te decían arriba España y tenías que contestar. Un día, un señor les respondió: Calquera ergue tanta terra!"

Cuenta que el campo mitigó el hambre, pero la escasez marcaba el día a día. "Había verduras, trigo, maíz, pero después llegó el racionamiento. Te daban una cantidad contada, escasa. El pan de maíz parecía cemento y el aceite no sé de qué era, pero olía mal".

Manuel González. SEBAS SENANDE
Manuel González. SEBAS SENANDE

MANUEL GONZÁLEZ. También tiene recuerdos del racionamiento Manuel González, de 96 años y vecino de Lugo. "Aínda teño gardado o do tabaco", comenta. Recuerda que "as mulleres negociaban coas cartillas, facían estraperlo. Moitas acababan no xulgado por iso e castigábanas". 

Cuenta que vivía en el barrio de San Fiz y que salió a la puerta cuando le dijeron que había llegado la República. "Eu pensaba que era unha persoa e saín para vela pasar", narra entre risas.

El resto de los recuerdos que tiene de ese tiempo no son tan agradables. "Había moitas vinganzas, rencorosos que sinalaban a outros como comunistas para que os pasearan. Sacábanos do cárcere que está ao lado da estación de autobuses e íanos matar detrás do cemiterio. Sentíanse os ametrallamentos pola mañá cedo", narra con demasiado horror para un niño.

Recuerda que "por Lugo pasaban vagóns cheos de árabes. Eran tropas que Franco traía de Marrocos para Asturias. As mulleres levábanlles comida ao tren".

De su casa no fue nadie al frente. "Eu tiña dez anos cando empezou a guerra. Era o maior de tres irmáns e non tiña pai. A miña nai quedou viúva con 34 anos", apunta. Aun así, la guerra condicionó su vida. "Había que ter coidado en todas partes porque che chamaban a atención polo máis mínimo detalle. Por exemplo, cando pasabas polo cuartel das Mercedes, se estaban subindo ou baixando a bandeira tiñas que parar e saudar coa man levantada ata que acabaran. Como non o fixeras xa tiñas castigo".

Avelino López. SEBAS SENANDE
Avelino López. SEBAS SENANDE

AVELINO LÓPEZ. Las llamadas de atención eran constantes y no siempre justificadas. De eso también habla Avelino López, que vivió la guerra entre Lugo y Outeiro de Rei y que tiene claro que "é mellor non se acordar".

Tenía once años cuando empezó la contienda y a los doce comenzó a trabajar de carpintero. "Un día estaba sentado nun portal cun compañeiro esperando a que abrira o taller. Estabamos comentando cousas do traballo e un garda civil que pasaba por alí deu en dicir que estabamos falando del. Levaba guantes brancos, quitounos e deunos con eles na cara canto quixo. Ese trato non se pode perdoar", afirma. "Un garda civil ía pola rúa coma un xeneral. Había que terlle respecto ou medo", apunta.

Recuerda las carencias. "Non había nada. Déronme unha vez un par de zapatos de ración e coma min, á maioría. O que era pobre foi a peor. Nunca houbo lei que apoiara ao que menos ten".

E incluso teniendo poco había que tener cuidado para no perderlo. "Non se podía mover un rato. Unha vez tiven que levarlle a un veciño medio saco de patacas, uns 25 quilos, desde San Martín de Guillar ata Lugo e tiven que facelo ás tres da mañá porque se me vían quitábanmas".

Concluye que "non se pasou nada ben, nin en Lugo nin nas aldeas".

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