La estación de Rábade, la cicatriz y el atleta

La estación de Rábade. VICTORIA RODRÍGUEZ. JPG

Muestra la realidad de un medio de transporte maltratado, capaz de dividir a un pueblo mucho más de lo que lo une a otras localidades

LOS PASOS apurados del atleta sobre la pasarela contrastan con la velocidad a la que se mueve el entorno. El día aún no ha nacido y Rábade se despereza a su ritmo, despacio, muy despacio. Clon, clon, clon, clon. Siguiendo el compás asimétrico y sempiterno que acompaña a todos los pueblos a primera hora de la mañana. Clon, clon, clon. Esperando a que el olor a café recién hecho permita que los cuerpos, casi inertes, se conviertan de nuevo en seres humanos.

La luz asoma por el horizonte rompiendo la quietud del ecosistema, mientras en los alrededores de la estación de tren el tiempo parece haberse congelado. O peor aún, porque que el hielo ralentiza la descomposición y conserva la sustancia, y allí el después no existe. No hay trozos de cordero para sacar en Nochebuena. Lo que queda es una postal raída, un juguete a medio usar. Una fotografía descolorida de lo que fue, pero ya no es y difícilmente será.

La situación poco importa al atleta, que continúa a lo suyo, devorando los kilómetros necesarios para cumplir su rutina de entrenamiento.

Tap, tap, tap, tap, tap. No te detengas.

La pasarela sobre las vías no es un impedimento para el deportista, que a sus veinte pelados aprovecha las escaleras para tonificar glúteos y gemelos. Tap, tap, tap. Últimos peldaños salvados. Son las ocho y media de la mañana y queda toda una jornada por delante.

La villa de despierta todas las mañanas de espaldas a la costura que la parte en dos, sin esperanzas de que la riqueza se acumule de nuevo en torno a un ferrocarril denostado

En Rábade todo el mundo debe de ser joven y atlético. Por eso nadie espera en la estación al único tren que se digna a parar en todo el día. Irán corriendo hasta A Coruña.

¡Ajá!

Era por eso.

Los rabadenses van a A Coruña corriendo y vuelven por la noche, emulando al convoy que retorna, pasadas las nueve, el camino a la capital provincial. Las conexiones no son mejores y más frecuentes porque, ¿quién necesita el transporte? ¿Podría una apuesta firme por los trenes regionales favorecer los intercambios sociales y comerciales entre pueblos vecinos?

A quién le importa. La clave está en llegar a Madrid. Además, el pueblo es sano y por eso tampoco hay un paso accesible; en Rábade no hay ni personas mayores, ni minusvalías, ni ciclistas que quieren pasar al otro lado, ni parejas con bebés, ni nada que pueda suceder un domingo cualquiera.

Esta curiosa anomalía es la que hace que ese único tren que hace parada en la pequeña estación retome su camino con las mismas cinco personas con las que llegó al apeadero. Tres si se descuentan los propios empleados ferroviarios, que sacan la cabeza de uno de los vagones buscando un milagro en forma de pasajero, un milagro que no acaba de llegar.

El tren solo se detiene una vez a las 8.40 de la mañana dirección A Coruña y otra por la noche de regreso a la capital de la provincia

Con la marcha del tren, o más bien totalmente ajeno a ella, Rábade continúa desperezándose. Una lucecita por aquí, una verja arriba por allá. Los bares reparten sus primeras dosis de cafeína y mantequilla aunque, curiosamente, la cantina de la estación permanece cerrada. "Abrimos a las 9.30", reza el horario de la puerta. Perplejo, un dragón de komodo que pasaba por allí -menos personas, cualquier cosa- vuelve a echar un vistazo a los horarios de Renfe. "8.40". Cantina de la estación, "Abrimos a las 9.30". Algo parece no cuadrar, aunque si se ve con algo de amplitud, las piezas se ajustan al milímetro.

Porque a pesar de la estampa que enseña el ferrocarril, Rábade no es un pueblo fantasma. Ni mucho menos. Respira, corre y aletea. Hierve como una cazuela en el hogar y cada día nace, crece y se reproduce antes de morir, para volver con fuerzas renovadas la mañana siguiente en un ciclo constante al que todos llaman vida. Pero el torso por donde la localidad respira guarda una cicatriz imborrable en el sitio donde un día habitó su corazón.

El precio a pagar por la prosperidad que en su día trajo la máquina de vapor es un pueblo partido en dos, una costura a base de raíles y traviesas que rompió la mecánica tradicional de la gente. Un peaje asequible en tiempos de bonanza pero menos agradable cuando no hay frutos que recoger bajo el árbol.

El tren no da servicio ni genera riqueza. Solo masculla las escasas veces que se detiene y refunfuña cuando pasa de largo sin acordarse de su pequeña Rábade, que ha decidido seguir su propio camino guardándose las lágrimas en el bolsillo trasero del pantalón.

-¡Tocotocotocotocotó!

-Que pase el siguiente.

Los lamentos solo tienen sentido si sirven para avanzar. Y a veces ni así, porque el pueblo salió a la calle en 2012 cuando vallaron el entorno de la estación y las vallas allí siguen. Aunque en ocasiones la voluntad se impone y permite ciertos avances, como la nueva pasarela que, parece, llegará a la estación este año.

Unas rampas más accesibles sustituirán a las escaleras de la actual pasarela, un avance indiscutible pero que no tapará la realidad de un medio de transporte inservible que divide a la gente en lugar de acercarla.

La nueva estructura no transformará la fisionomía de la querida y siempre animosa Rábade, pero al menos, mejorará el día a día de muchos vecinos. Y seguro que supone un nuevo entrenamiento para el atleta.