Eduardo Lamela Pallín

La tertulia madrileña por antonomasia es la de Pombo, su sumo sacerdote es Ramón Gómez de la Serna y su Biblia son los tres volúmenes que el escritor dedica al establecimiento a lo largo de su vida

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Bolaño (Castroverde), 1854 / ?

Por si algo falta para el rito, viene Gutiérrez-Solana y se marca una Última Cena con Ramón como oficiante en el momento de instituir la greguería dentro de la sagrada cripta de Pombo y sobre la mesa que hoy se guarda cual reliquia de los tiempos precristianos en el Museo Nacional del Romanticismo, en la calle San Mateo, el de si no lo veo, no lo creo. Defendemos que los personajes presentes son doce —no hay ningún Judas— , y no nueve, como se les identifi ca en los manuales. Están, en efecto, el periodista Manuel Abril, el crítico Tomás Borrás, José Bergamín, el pintor santanderino José Cabrero Mons, el propio Ramón, en su sagrado ministerio, Mauricio Bacarisse, el pintor Solana bilocado dentro y fuera del cuadro, el escritor venezolano Pedro Emilio Coll y el ilustrador Salvador Batolozzi. A estos nueve hay que añadir, la pareja de clientes que se ve refl ejada en el espejo que cuelga sobre Ramón, y casi en el centro del cuadro, perfectamente alineada hacia el frente, al lado de la Biblia Pombo que sostiene Ramón, la negrita del ron que Facundo Bacardí funda en Cuba, cuyo licor beben algunos de los presentes. Por lo tanto, son doce.

No es casualidad que bajo la pintura visible del famoso cuadro pombiano, los rayos X hayan descubierto en horizontal la imagen anterior de un altar y una figura postrada similares a las que Solana refleja en otra obra suya, en concreto el cuadro que titula Antes de la procesión, integrante hoy de una colección particular. 

Para lo que a este desfi le de lucenses singulares interesa, hora es de decir que ese templo de la tertulia literaria, la greguería y el ramonismo —ubicado en el número 4 de la madrileña calle Carretas, esquina a San Ricardo, km 0 de las Españas, actual Consejería de Presidencia y Justicia de la comunidad, pared con pared de una de las treinta y seis tiendas Zara de Madrid—, fue, desde su fundación a su clausura, un local vinculado a Lugo.

Por extraño que parezca, ni Ramón, con sus tres libros dedicados a La Botillería y Café de Pombo, ni César González Ruano que le hizo copioso homenaje antes y después de la muerte de los protagonistas, ni éstos mientras existieron, ni Lugo, ni Madrid, hicieron jamás mención a esta circunstancia, que siendo solo anecdótica, cobra mayor relevancia cumplido el centenario de las proclamas de Pombo, que van a constituir la base del primer libro dedicado por Ramón al bar.

En lo que a la propiedad se refi ere, la historia del establecimiento se resume con dos personajes nacidos en la provincia de Lugo. Su fundador, Benito Pombo Díaz, que lo bautiza con su apellido, y Eduardo Lamela Pallín, que se lo compra y lo regenta durante los años gloriosos de la tertulia de Ramón. 

Benito Pombo nace durante el segundo cuarto del XIX, probablemente en San Miguel de Monseiro (Láncara), aunque su rama familiar arranca de Abradelo, en San Cristovo do Real (Samos), de acuerdo con una de esas monumentales investigaciones genealógicas con la que nos obsequia la paciencia archivera de Luis López Pombo, cuyo segundo apellido nos remite al mismo tronco familiar. 

También el catedrático sarriano Manuel Pombo Arias se considera descendiente de este don Benito que sale de Lugo con la ilusión de abrirse paso dentro del Madrid isabelino. Lo consigue en Carretas 4, a través del Café y Botillería de Pombo, que hemos de imaginar fundación suya, aunque solo sea por razón de título. En él ofrece a los capitalinos la posibilidad de tomarse leche merengada, y aunque la Vaca lechera de Morcillo aún no está compuesta, la gente se pirra por la dulce especialidad. 

Por allí no anda Gómez de la Serna, claro; sino otro lucense con mañas para prosperar en un mundo de escasos recursos. Se trata de Eduardo Lamela Pallín, nacido el año 1854 en Rodinso, a medio camino de Santa Baia de Bolaño y Santa María de Vilabade, en Castroverde. O como dice su sobrino nieto, Xesús Lamela Escobar, actual morador en aquellas tierras, «administrativamente, de Bolaño, e para asuntos eclesiásticos, de Vilabade».

Lamela Pallín es camarero del Pombo, pero dado su buen hacer en asuntos del ahorro, se convierte en propietario del café y lo pilota hacia su época de mayor fama, la que inmortaliza Solana a cuenta de Gómez de la Serna.

En Rodinso existe el único molino de noria de Galicia, el de Lamela, lugar visitado por excursiones en busca de rarezas y bellezas; pero cerca de él se encuentra otra huella del paso por esta vida de don Eduardo, cual es el magnífico edificio de la escuela mixta levantada con los fondos de la Fundación Lamela Pallín y que funcionó a plena satisfacción de resultados académicos durante los años centrales del XX. Una placa da constancia de su altruismo, aunque hoy por hoy, nada más.

Eduardo Lamela tuvo siempre un acendrado espíritu ahorrador, primo de la tacañería y pariente de la avaricia, pero sin que en su caso le afecten esas notas negativas. Es un hombre sencillo, no gasta en lo mismo que los otros ciudadanos, pero no se puede llamar tacaño a quien realiza donaciones altruistas tan destacadas como las que él lleva a cabo en Castroverde. Eso es otra cosa.

Quienes lo conocen y saben de su carácter hormiga, enemigo de la derrochadora cigarra, le preguntan por el método a seguir para imitarle y en más de una ocasión él contesta:

—¿Cómo va a tener dinero la gente si ve uno a diario los tranvías llenos de público, que los toman incluso para trayectos cortos?
Así, imposible. 

Don Eduardo descubre que la línea de tranvía más larga de Madrid es la que realiza el trayecto Goya-Rosales, es decir, de pintor a pintor, y es la que utiliza muy de raro en raro, no porque tenga que ir a ninguno de los dos extremos de este recorrido, sino porque viajando en ella, cada céntimo le sale más a cuento. Ve más Madrid por menos dinero el metro. ¿Tacaño? 

No. Inversor.

Una mañana, yendo de Rosales a Goya, un hábil manilargo logra hacerse con su cartera. O mucho nos equivocamos, o aquélla tuvo que ser una de las jornadas más tristes de su vida. Tanto es así, que a partir de entonces, don Eduardo sale siempre a la calle con dos carteras; la buena, escondida en sitio recóndito, y la falsa, en la que se preocupa de colocar un calendario atrasado, billetes de lotería caducados y fotos que no son de nadie conocido. 

No hay plena constancia de ello, pero se intuye que no vuelven a robarle nada. Ni la falsa, ni mucho menos la auténtica. 

Con ese criterio sobre el gasto y con la Botillería a pleno rendimiento es comprensible que con el paso de los años el capital de Lamela se multiplique hasta convertirlo en millonario. Tiene dinero para hacerse con uno de los grandes edifi cios de la Glorieta de Bilbao, uno de 38 viviendas que permanece en poder de la familia. También para crear en 1931 la Fundación Lamela Pallín con la que se construye la escuela mixta de Rodinso-Frontoi, en Castroverde.

Ya decimos. Ésa no es la labor de un tacaño, sino la de un financiero altruista.

La tertulia de PomboLa tertulia de Gómez de la Serna en el Pombo, convocada para las noches de los sábados, se prolonga a lo largo de 22 años, de 1914 al 36. La política, más que otra cosa, causa su desaparición. Sus miembros se reparten entre el falangismo y las izquierdas porque los acontecimientos así lo obligan. Se rompen amistades y los afectos comienzan a tener apellidos. Mala cosa.

Ramón sabe que aquello es el fin. Ya no prima la belleza de la palabra, el ingenio o la creatividad, sino una jerigonza de odios al peor estilo español de todas las épocas. ¿Les suena a algo actual? 

El Pombo, que ya era durante toda esa época Antiguo Café y Botillería, o sea, la última taberna madrileña en denominarse así, había sido de tres hermanos Lamela, pero más tarde Eduardo ya figura como único propietario. 

Aunque en su segundo libro sobre Pombo Gómez de la Serna asegura que habla de Lamela en el primero, no es cierto. Apenas lo cita. Su reserva le aconseja a ser parco en palabras y explicaciones. Sí sabemos, porque el asunto es chusco, que don Eduardo se niega en vida a que las gambas formen parte del menú. Las odia por modernistas, por tránsfugas y por pueriles. Vaya usted a saber qué aspecto de las gambas le ha llevado a obtener esas conclusiones. Quizá su precio. 

Tampoco estima el ajo, que hace buenas migas con el crustáceo, y rechaza la caña de cerveza frente a la embotellada. Más que los distintos sabores, a Lamela le mueven razones de exacta medida.

Tiene una virgencita en una hornacina de cristal —¿réplica de la desaparecida de Vilanova dos La placa en la escuela de RodinsoInfantes?—, por la que unos ingleses y otras personas de fe le ofrecen una gran cantidad de dinero. Pero el de Castroverde no quiere desprenderse de ella. Se nos antoja pensar en alguna devoción familiar, o al menos gallega.

Ramón lo describe con una greguería, posiblemente involuntaria: «Tenía las uñas del hombre que se levanta muy temprano y se pone gorra y zapatillas». Unas uñas, imaginamos, rotundas, amplias y probablemente, sin desbastar. 

El Pombo lo heredan sus sobrinos Manuel, Eduardo y Domingo, pero no volverá a ser el mismo hasta que acaba desapareciendo en 1942. Hoy se puede paliar su ausencia acudiendo al Reataurante Café Pombo que existe en la casa de la calle Guillermo Rolland donde nace el escritor. Hay una ensaladilla persa y un carpaccio de pulpo que dejan memoria. A saber lo que habría pensado de esos platos don Eduardo.

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