Antonio Murado López

Antonio Murado,  el niño que imaginaba cuadros

El pintor de Lugo obtiene desde hace años el reconocimiento mundial a su obra

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El Progreso 23/02/2022

HA VOLADO MUY alto y son pocos los artistas que reciben en vida los mismos elogios que él. Antonio Murado López (Lugo, 1964) sabe que por eso también le acechan las envidias, pero siendo español sería iluso esperar lo contrario.

Cuando él nace, su padre ha transformado el domicilio familiar de Doctor Castro 18 en el banderín de enganche para participar en la concentración que va a festejar el X aniversario de la creación del Vespa Club de España. 

Era una pista para informarle de que no había caído en un hogar de hábitos comunes, aunque sus padres fuesen médico y profesora.

Otra peculiaridad es que allí se hacía cine en Super 8, tanto documentales, como cortos dramáticos. Consecuencia natural de aquella afición es que los tres hermanos, Antonio el primogénito, pasen a ser los principales actores. El mundo de la imagen se instala en ellos como algo cotidiano y manejable, aunque después fructifique en tres campos distintos y bien diferenciables.

Cuenta Antonio que en determinada época de su infancia distribuye sus muñecos a manera de zoo, y cuando cree que ha logrado la idea preconcebida, se extasía en su contemplación. No se puede describir mejor y con mayor sencillez lo que puede ser un primigenio proceso creativo de formas e imágenes que crecen en la cabeza de un niño interesado ya en su distribución espacial, en su graduación y en su armonía, la que fuese.

Sus investigaciones posteriores sobre formas, materiales y elementos asoma en ese momento como vocación pictórica, aunque es muy probable que ni siquiera él  sepa lo que está ocurriendo.

Añadamos al panorama un domicilio que además de fichas de vespistas, alberga una buena dotación de libros y discos. Y completémoslo con una madre, Silvia Clara López y López, que dibuja, da clases en las Josefinas y expone, para imaginarlo como un terreno bien abonado para dar sus frutos. Después solo tiene que ocurrir el milagro.

Ese proceso es el que recoge María de la Vega en el libro que el artista reconoce como el mejor que se ha escrito sobre él. Es fruto de muchas conversaciones y quizás por eso está más cerca de las circunstancias biográficas que originan una obra que interesa, por ejemplo, a los actuales Reyes de España, compradores de un Murado tras  documentado asesoramiento.

Se reconoce un perfeccionista obsesivo y sus cuadros lo delatan en ese sentido. Coincide con Jorge Luis Borges cuando el argentino dice que los escritores publican para dejar de corregir. En su caso, vende para dejar de retocar sus cuadros, ya que mientras permanecen en su poder es posible hacerles algo.

Su trayectoria es fácil de encontrar porque Murado es desde hace muchos años un consagrado. Incluso es abuelo. De él se dirá siempre que pertenece a la primera generación de Bellas Artes de Salamanca, la de 1988; que está becado para el taller de Juan Navarro Baldeweg, del Círculo de Bellas Artes de Madrid, y que forma parte de Zú, la galería lucense que da nombre a su unión artística con el también gallego Toño Fernández González, y los austríacos Michael Haas y Thomas Jocher.

Es su nacimiento como creador. Más difícil de abarcar su obra es a partir de Nueva York.

Habría que hablar de la beca de 1995 de Unión Fenosa.   De sus trabajos en madera y de sus estudios como ebanista. De sus exposiciones en todo el mundo. Del árbol rojo que hace para el centenario de El Progreso. Del World Trade Center, de Lienzo, de los retratos y de tantas cosas.

Está casado con Cristina Arias Bal y su hija Sara es arquitecto.
 

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